La mansión de Adalberto estaba envuelta en sombras mientras la noche caía sobre el norte de Italia. Desde fuera, la villa parecía tranquila, silenciosa, como si la muerte que había rondado en los últimos días nunca hubiera tocado sus muros. Sin embargo, dentro, la atmósfera estaba cargada de una tensión que sólo quienes conocían los secretos de la familia podían percibir. Adalberto recorría los pasillos con pasos firmes, su traje oscuro impecable, y su mirada, afilada como un cuchillo, reflejaba la mezcla de triunfo y fría satisfacción que sentía.
Fabiána lo esperaba en la gran sala, vestida con un elegante vestido de terciopelo negro que contrastaba con la palidez de su piel. Su cabello oscuro caía en ondas sobre sus hombros, y sus ojos brillaban con la misma intensidad calculadora que los de Adalberto. Ella no era simplemente su esposa; era su cómplice, su reflejo en el mundo oscuro al que pertenecían.
—Adalberto —dijo Fabiána, su voz suave pero cargada de intención—, todo está prep