1- Atada a un hombre lobo

Capítulo 2

Atada a un hombre lobo

La luz de la luna se filtraba como dos agujas de hielo, cortando la oscuridad de la casa de Maya en ángulo, atravesando las ramas desnudas de los árboles y los cristales empolvados de las ventanas. En el suelo, la luz dibujaba figuras rotas, fragmentos de sombra y claridad, como si el mundo mismo estuviera hecho pedazos. Todo estaba inmóvil, salvo por el susurro del viento colándose entre las copas, como una advertencia que nadie escuchaba.

Junto a la cama, el cuerpo acurrucado de Maya parecía más pequeño que nunca, casi invisible bajo la luz pálida. El camisón que llevaba, fino como un velo, hacía tiempo que estaba empapado en sangre. Las heridas recientes se superponían sobre los moretones antiguos, formando una cartografía de dolor en su piel. Bajo el brillo helado de la luna, esas marcas parecían talladas con crueldad, como si el destino hubiera decidido dejarle cicatrices en lugar de promesas.

Cada respiración era una puñalada. El pecho le dolía con cada movimiento, como si su propio cuerpo gritara que ya no podía más. Ya no era sólo el dolor físico —era el cansancio de una guerra que no había elegido, de amar a quien no era humano. A quien no era siquiera hombre.

Maya se mordió el labio con fuerza, obligándose a no ceder. Se arrastró hasta el borde de la cama y, con movimientos lentos y silenciosos, se dejó caer al suelo. Una gruesa capa de polvo se acumulaba debajo, le picaba en la garganta, le nublaba los ojos, pero no se atrevió a toser. No ahora. No con él tan cerca.

Sus dedos tantearon a ciegas, palpando la madera, el vacío... hasta que finalmente lo encontró. El cuchillo de plata. Lo sacó de su escondite y lo sostuvo entre sus manos temblorosas, la sangre manchando el metal, el frío clavándose en su piel como un recordatorio de que aún estaba viva. Aún era ella. Aún podía luchar. Y mientras acariciaba el filo con un escalofrío que le subía por la espalda, su mente volvió al principio.

Los recuerdos irrumpieron como un oleaje violento.

Hace tres años, todo parecía una historia de amor. Denzel era encantador. Camisas limpias, sonrisa tibia, ojos capaces de convencer a cualquiera de que el mundo podía ser un lugar seguro. Se conocieron una tarde cualquiera, cuando ella salía de su trabajo de medio tiempo, caminando rumbo a la universidad. No hubo fuego artificiales, pero sí una conexión inmediata. Él se enamoró de su carácter, de esa mezcla de fuerza y dulzura que sólo Maya tenía. Y ella… cayó sin mirar.

Pero el cuento cambió de forma la noche de la tormenta.

Los truenos rugían con rabia y la lluvia golpeaba los techos como si el cielo estuviera por derrumbarse. Denzel irrumpió en su apartamento como un espectro, empapado en sangre, jadeando como una bestia. La lluvia y la sangre se mezclaban en el suelo como tinta negra, arrastrándose hasta sus pies. Cuando se abrió la camisa, Maya lo vio por primera vez: los colmillos, largos, afilados, brillando a la luz de los relámpagos. Y entonces supo. Supo que no había amado a un hombre, sino a una criatura vestida de ternura. A un lobo con piel humana.

El viento otoñal se coló por las rendijas de la ventana como un susurro helado, envolviendo la habitación en un escalofrío áspero. Maya se abrazó a sí misma con fuerza, acurrucada en un rincón como si pudiera desaparecer en su propio cuerpo. Cada movimiento era un recordatorio punzante de las heridas que cubrían su piel, pero aún así… rió. Una risa baja, apenas audible, teñida de autodesprecio y amargura.

Alguna vez fue ingenua, infantil incluso. Creyó que el amor era suficiente para construir un mundo entero. Y bajo esa idea romántica, lo dejó todo: su hogar, sus amigos, su humanidad. Lo apostó todo por Denzel y lo siguió hasta su tribu sin mirar atrás. Pensó que lo tenía todo. Qué ilusa.

Esa noche, mientras intentaba dormir, volvió a sentirlo: ese peso insoportable, como estar atrapada en un sueño del que no podía despertar. A su lado, Denzel dormía con un brazo posesivo rodeándola, como una cadena más. Pero ella estaba sola. Vacía. Su cuerpo recordaba con precisión cada detalle de su primera vez, no por ternura… sino por la brusquedad, por la sangre, por el miedo. Esa noche le robó algo más que la inocencia: le quitó la voz.

Durante tres años se esforzó por encajar en el mundo de los hombres lobo. Aprendió su idioma, sus reglas, sus rituales. Se dobló y se rompió tratando de agradar, intentando merecer un lugar en el clan. Pero no importaba cuánto se esforzara, siempre fue “la humana”. La ajena. La intrusa. Y las miradas llenas de desprecio, los susurros maliciosos a sus espaldas, fueron espinas constantes que nunca dejaron de sangrar.

«El pacto de la Diosa de la Luna es un yugo eterno».

La ceremonia matrimonial volvía a ella como una maldición. Recordaba la noche en que, vestida con un traje ceremonial, de pie junto a Denzel, sellaron su unión con un voto irrompible: «La relación entre ambos no terminará hasta que el corazón de uno de los dos deje de latir». En aquel entonces le pareció la más romántica de las promesas. Ahora sabía que era una sentencia. Un grillete mágico que la encadenaba a una vida de sufrimiento.

Y entonces, el rugido ebrio de Denzel rompió el silencio desde la otra habitación. El sonido era más animal que humano, gutural y violento, como un lobo que hubiera perdido el control. Maya se estremeció, un espasmo de puro terror recorriéndole el cuerpo. Rápida pero silenciosa, escondió el cuchillo de plata en la manga de su camisa, mientras se apretaba contra la pared fría, buscando desaparecer en la piedra. Su corazón latía tan fuerte que temía que él pudiera oírlo.

Sabía lo que venía. Otro estallido de ira. Otra noche de golpes y gritos. Otra pesadilla.

Pero algo había cambiado en ella. Bajo el miedo, bajo el temblor… estaba la decisión. El próximo ciclo de luna llena sería el último. Había investigado, aprendido. Sabía que el poder de un hombre lobo residía en su corazón. Y si debía romper el vínculo eterno, si tenía que derramar sangre para recuperar su libertad, lo haría. Porque ya no quedaba nada más que perder.

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