Capítulo 2
Huiré de aquí
Denzel inicialmente se sintió atraído por el temperamento único de Maya y se acercó a ella con un propósito; hacer que fuera tan fuerte como él en el mundo de los lobos, el lazo que los unía no podía equivocarse…
Eso pensó por poco tiempo…
—Tienes fuego en la mirada… No eres como las demás —le había dicho una noche, rozando su mejilla con los dedos mientras la luna brillaba tras él.
Ella se sonrojó, ingenua.
—Tampoco tú eres como los demás.
Y no lo era.
Durante los primeros días, la colmó de atenciones, gestos sutiles, silencios cargados de cariño. La observaba como si fuera un enigma digno de ser resuelto, hermosa y perfecta; la preciosa mujer de cabello dorado.
—Puedo ver la tormenta que escondes —le murmuró una vez al oído, atrayéndola hacia su pecho—. Me gusta eso. Quiero desatarla, que seas tu misma…
Pero con el tiempo, esa fascinación se marchitó,como si la tormenta con la que la comparaba hubiera sido solo una llovizna pasajera.
—Creí que había más en ti… pero me equivoqué —le soltó con frialdad una tarde, sin apartar la vista del fuego que chisporroteaba en la chimenea.
Y en otra ocasión, sin previo aviso, la empujó contra la pared, sin fuerza suficiente para herirla, pero con la intención clara de intimidarla.
—No me mires así. No me pongas a prueba. No tienes idea de lo que soy capaz.
Maya lo miró, temblando. Ya no era el hombre que la había cautivado, sino una sombra oscura que cada día se hacía más oscura.
No fue hasta esa noche, luego de sus primeros tres meses como la esposa de Denzel, que Maya supo con certeza que lo que él le había dicho era real.
Demasiado real…
Él llegó tarde, tambaleante, con el aliento impregnado de licor y sangre. Su mirada estaba perdida, salvaje. Al entrar en la habitación, algo cambió, Maya retrocedió, sintiendo que su cuerpo reaccionaba antes que su mente.
—Denzel… ¿estás bien? —preguntó con la voz temblorosa.
Pero ya no era Denzel. Su cuerpo se curvó, los huesos crujieron como ramas secas, su piel se cubrió de un pelaje oscuro y espeso. Su rostro se alargó hasta tomar la forma de un hocico, y sus ojos brillaban con un dorado resplandeciente. Cayó sobre sus cuatro patas, y con un gruñido gutural, se acercó lentamente para enseguida erguirse en dos patas.
—¡Un hombre lobo!... —Maya gritó, paralizada, no podía creerlo del todo, y sin embargo, estaba ocurriendo frente a sus ojos.
El lobo la observó… y la atacó sin importarle lastimarla.
Un zarpazo le cruzó el brazo, abriéndole la piel como si fuera papel. El dolor fue tan agudo que cayó de espaldas con un grito ahogado, sintiendo cómo la sangre caliente empapaba la tela de su camisa. La criatura, enorme, jadeante, se quedó encima de ella por unos segundos eternos. Su respiración era densa, salvaje. Maya no se atrevió a moverse. Entonces, de pronto, como si algo invisible lo hubiera frenado, el lobo retrocedió. Dio un paso atrás, luego otro, y se giró hacia la puerta. Sin más, desapareció en la oscuridad.
Esa noche, Maya no durmió.
El amanecer la encontró con el brazo vendado, cubierto de ungüento, pero el alma… rota. El dolor físico era un susurro en comparación con el peso que sentía en el pecho. Se obligó a ponerse de pie, a caminar, a pensar. Si quería sobrevivir, necesitaba entender qué ataduras mágicas la retenían allí. Si existía una ley, una grieta, cualquier resquicio para huir, debía encontrarlo.
Buscó en la biblioteca antigua de la casa, empujando puertas polvorientas, arrastrando estanterías desvencijadas. Revisó libros de rituales, crónicas de la tribu Lunareth, textos olvidados escritos en un idioma arcano. Pasaron horas. Los dedos le dolían de tanto pasar páginas, y el sudor le empapaba la frente. Pero al fin, lo encontró.
En un manuscrito raído por el tiempo, subrayado con tinta marrón y letras finas, leyó las palabras que le cortaron la respiración:
“El vínculo entre un Alfa y su consorte es sellado por sangre y luna. No hay separación posible. Solo la muerte puede romper lo que la luna ha unido. Ninguno podrá huir. Esta magia es clara.”
Y justo debajo, una nota más pequeña, escrita con trazo firme y más reciente, como si alguien hubiera querido recordarlo con claridad:
“Y solo hay una forma de detener el poderoso corazón del lobo: esperar a la noche de luna llena… y un arma de plata.”
Maya tragó saliva. Sintió cómo se le entumecían los dedos mientras sostenía el papel.
Ya no había lugar para la duda. Si quería romper el lazo, si quería ser libre, no bastaba con correr. No bastaba con suplicar.
Debía matar.
Y tendría una sola oportunidad.
Maya dejó caer el libro con manos temblorosas. Se llevó las manos al rostro y sintió las lágrimas correr sin poder detenerlas.
—Estoy atrapada… —susurró.
Luego de casi tres años como la esposa del Alfa Denzel, Maya despertó tras haber estado dos días enteros en cama porque su esposo la lastimó en la intimidad, se acercó a ella ebrio y con insultos…
—Estoy harto de una humana tan débil…
—Fue un error atarme a ti, Maya…
Su cuerpo aún se sentía débil, pero no escuchaba los pasos fuertes y territoriales de su esposo. No olía su presencia a alcohol en la casa. Una inquietud se instaló en su pecho.
Fue Dina, su sirvienta personal y la única criatura en ese lugar a la que Maya alguna vez pudo llamar amiga, quien le dio la noticia.
—Lo encontraron hace unas horas —susurró, mientras le entregaba una taza de té—. Borracho, Denzel se había infiltrado por error en los territorios de la manada del Selmorra. Lo mataron por invasor, eso escuché… —Le dijo en voz baja.ni una lágrima, ella había pensado en ser ella quien utilizaría esa navaja…
Pero ahora, Denzel estaba muerto.
Su captor.
Su carcelero.
Su esposo.
Y por primera vez en años… Maya sintió libertad y alivio al escuchar tal noticia.
—Te ayudaré a escapar Maya… —Le dijo Dina.
—Gracias amiga, solo llevame lo necesario… —Respondió Maya.
Esa misma noche, cuando Dina salió al patio a buscar leña, Maya escuchó voces provenientes de la oficina en la que Denzel se encerraba cuando estaba en la casa, una gigantesca mansión con todos los lujos más modernos pero con aires de antiguedad, ella no había visto ni un solo teléfono o una computadora, la comunicación no existía... Se ocultó tras una de las ventanas abiertas y escuchó con atención:
—No podemos permitir que una humana siga viviendo entre nosotros.
—Y menos ahora que Denzel ha muerto. Debería haber sido enterrada con él.
—No podemos arriesgarnos a que hable. Si otras manadas se enteran de que una humana vivió aquí durante tres ciclos lunares, se iniciaría una guerra, nos daría un prestigio como un clan débil.
—Matarla no es venganza, es protección —dijo otro, con voz grave—. Que nadie más sepa que Lunareth fue contaminado por esta mujer.
Maya contuvo el aliento. El terror la paralizó unos segundos, pero luego la adrenalina comenzó a correrle por las venas. No había tiempo. Tenía que escapar… o morir, en menos de una hora, Dina entró a su habitación con la ropa manchada de barro y los ojos brillando con urgencia.
—¡Señora Maya!, debe huir, afuera están los militares de Lunareth, ellos solo aparecen cuando quieren acabar con alguien… Me caí, vine lo más rápido posible, disculpe mi aspecto.
—Lo sé. Escuché todo —le dijo Maya, antes de que pudiera hablar.
—Tienes que irte. Ahora. Han elegido un nuevo Alfa, y será coronado mañana. El consejo planea tu ejecución durante el ritual. Dirán que tu muerte honra a Denzel… pero sabemos que es solo para silenciarte y que no digas de donde viniste o que eres humana… —Comentó Dina.
Maya se puso de pie como pudo, aún débil, pero decidida. Dina le entregó una capa larga de lana oscura, un pequeño bolso con frutas y agua y un mapa rudimentario del bosque.
—¿Por qué me ayudas ahora? Es peligroso, no deben verte cerca de mi Dina, hiciste suficiente… —comentó Maya, con la voz quebrada.
Dina bajó la mirada, conteniendo las lágrimas.
—Porque tú me trataste como una igual, cuando todos los demás me veían como basura por ser una omega. No te mereces morir aquí. No así.
—Gracias, Dina. No lo olvidaré.
Cuando el primer rayo de luz se filtró entre las nubes de la madrugada, Maya llevaba ya tres horas corriendo desenfrenada entre los espinos. El dobladillo de su falda colgaba hecho jirones, los zapatos se le habían perdido hacía tiempo, y sus pantorrillas y pies estaban cubiertos de barro, rasguños y manchas de sangre. La herida en su pierna derecha, que aún no terminaba de sanar, se había reabierto, y cada paso la hacía punzar con un dolor que la obligaba a reducir la velocidad.
Detrás de ella, los aullidos de los lobos se hacían más cercanos, más urgentes. Las ramas secas le arañaban el rostro y los brazos, y cada respiración le quemaba los pulmones. Corría a ciegas, guiada solo por el instinto de sobrevivir.
No fue hasta que escaló con esfuerzo un acantilado empinado que se dio cuenta de que ya no había salida.
Frente a ella, un cañón sin fondo se abría como una boca negra y voraz, solo verlo la marearon, el viento helado le cortaba la piel, y su cuerpo empapado por la lluvia comenzó a temblar de forma incontrolable.
Entre los arbustos, una docena de pares de ojos verdes brillaron a la luz tenue del amanecer.
Los lobos la habían rodeado, formando un semicírculo mortal….
“Van a matarme…”
“No quiero morir…” —Se dijo.
Apretó con fuerza la única arma que le quedaba: una daga de plata. Sus uñas se clavaron en la palma con tanta fuerza que la sangre brotó entre sus dedos.
La lluvia caía a cántaros, y eso hizo que su sangre resbalara deprisa de su piel…
Y entonces, su cuerpo no pudo más.
Las piernas se le doblaron, y de pronto, sin siquiera gritar, cayó de espaldas hacia el abismo.
Aturdida, Maya sintió que alguien la sostenía. Unos brazos fuertes la rodeaban con cuidado, y una mano cálida se posó sobre su herida abierta.
Una voz —extraña, pero suave y tranquilizadora aunque algo grave… — susurró junto a su oído:
—No tengas miedo, pequeña humana… estás a salvo..