Al amanecer siguiente, miré a Samuel a los ojos y le dije:
—Vamos juntos a la Manada Rosa Blanca.
Su expresión se congeló por una fracción de segundo, pero enseguida volvió a ser la de siempre.
—Está bien... pero después de entregar el obsequio, regresamos de inmediato.
Yo sabía que no quería que asistiera. Temía que mi presencia arruinara la celebración de Liliana. Pero yo solo quería ver a mi familia por última vez. Después de todo, al día siguiente desaparecería de sus vidas para siempre.
Cuando llegamos a la manada, Liliana estaba en el centro del salón, rodeada de invitados vestidos con sus mejores galas, todos felicitándola por su embarazo y por haber conseguido la nominación para Sanadora Principal.
Los ancianos del consejo la miraban con ojos llenos de aprobación.
—Liliana logró formular un antídoto contra el veneno de la hierba de lobo —dijo uno de ellos con solemnidad—. Es la candidata ideal.
—¡Impresionante! —comentó otra voz—. Normalmente, esos avances vienen del laboratorio del Gremio de Sanadores...
—Exacto, y por eso el gremio ya le entregó el certificado. Tiene un talento natural.
Me detuve en seco a pocos pasos de la entrada.
Hacía apenas unas semanas, con ayuda de mi maestra, terminé de perfeccionar un antídoto contra la hierba de lobo. ¿Era posible que…?
No, no era una coincidencia.
Mi mirada fue directa hacia el centro del salón, donde colgaba el certificado del gremio. Leí los datos, la fórmula, los porcentajes… y sentí un puñal atravesarme el pecho.
Era mi fórmula. Esa que desarrollé durante dos años, noche tras noche, con cada fibra de mi ser. La misma que ahora aparecía firmada por Liliana.
Ella me vio. Hubo un leve cambio en su rostro: tensión, antes de esbozar una sonrisa. Se acercó con su delicado vestido blanco y, con voz suave pero llena de veneno, susurró:
—¿Te gusta el antídoto, Anya? Lástima que ahora me pertenece… ¿qué vas a hacer?
Mis ojos ardían de furia. Estaba por responderle cuando, de pronto, soltó un grito agudo. Retrocedió tambaleante, con las manos sobre el vientre y el rostro contorsionado de dolor.
El caos estalló de inmediato.
—¿Qué pasó?
—¡Está embarazada! ¿¡Cómo pudiste empujarla!?
En ese momento, en medio del alboroto, escuché una voz que rompió todo dentro de mí.
—¡Liliana!
Tal vez los demás no lo notaron, pero yo sí: esa voz era la de Samuel. Y la angustia en ella era… real.
Lo miré, y, al notar mi atención, intentó controlar su expresión. Habló con calma, pero su reproche me golpeó más fuerte que un grito.
—Sea lo que sea que haya pasado… Liliana está esperando un hijo. No deberías haberla tocado.
Lo miré fijamente. Este era el mismo hombre con el que había compartido cinco años de vida. ¿Cuándo se volvió tan desconocido?
En ese momento, alguien anunció una noticia que hizo temblar los cimientos de mi alma: Liliana, con su «nueva» fórmula, había vencido a cuatro candidatas y se había convertido oficialmente en la Sanadora Principal de la manada.
En los ojos de Samuel vi algo que jamás me había mostrado a mí: alegría pura, sin reservas.
Mi voz apenas fue un murmullo, cuando me atreví a preguntar:
—¿Por qué la fórmula del antídoto de Liliana es idéntica a mi investigación?
Samuel se tensó por un segundo, antes de recomponerse y fingir que no entendía.
—Tal vez... es solo una coincidencia. Sus investigaciones iban en la misma línea que las tuyas...
No le respondí, sino que me limité a dedicarle una sonrisa amarga.
La fórmula estaba guardada en el escritorio de nuestro hogar. Nadie más tenía acceso... excepto él.
Ahora todo encajaba.
Ese antídoto lo había desarrollado para salvarle la vida. Un año atrás, Samuel consumió por accidente hierba de lobo y sufrió episodios de furia incontrolable. El antídoto debía ajustarse a cada tipo de intoxicación, con proporciones exactas según la gravedad. Me costó meses afinarlo, pero lo hice por él, por amor.
Sin embargo, ya no había nada más que investigar. Nada que proteger.
Porque lo que más quería… ya se había perdido.