Elizabeth, al ver al hombre tendido en el suelo, reunió las pocas fuerzas que le quedaban y corrió hacia la puerta, desesperada por huir. Pero no tuvo oportunidad. Los otros dos reaccionaron de inmediato, la alcanzaron y la arrojaron al suelo con brutalidad.
—Eres una perra sucia… ahora sí vas a conocerme —escupió uno de ellos mientras le arrancaba la ropa con violencia.
—¿A dónde crees que vas? —gruñó el otro, tirándola del cabello para luego soltarle un golpe seco en la sien.
Elizabeth se retorcía, luchaba por liberarse, pero los golpes eran incesantes, feroces, y la fuerza de esos hombres superaba cualquier intento de defensa. El pensamiento fugaz de que ese sería su final cruzó su mente como un rayo helado.
Y entonces, lo peor ocurrió.
El hombre al que había golpeado en la entrepierna se incorporó, lleno de furia, con los ojos enrojecidos de odio. Caminó hacia ella, apartó a empujones a sus compañeros y sin titubeos le soltó un puñetazo en pleno rostro. Elizabeth sintió el estalli