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Capítulo 4. Flirteo desastroso

Elena

Me giré lentamente, empujada por el whisky y por ese deseo de acabar con mi problema. Cuando me paré y lo miré detenidamente a sus ojos, me hipnotizó, eran grises con un brillo tan especial que no podía explicarlo. Yo era como una polilla frente a una lámpara. ¡Madre mía! Cada vez que lo miraba me parecía más guapo.

Tenía que decir algo. Algo inteligente. Algo seductor. Algo que no me hiciera parecer una adolescente en su primer intento de flirteo. Pero mi cerebro, en ese momento, decidió abandonarme por completo.

—¿Tú… tú crees en el destino? —solté.

¿El destino? ¿En serio, Elena? ¿Qué sigue, preguntarle su signo zodiacal y si cree en las almas gemelas que se reencuentran en bares con olor a tabaco?

Él me miró. No dijo nada. Solo levantó una ceja. Una ceja perfectamente arqueada, por cierto. ¿Cómo se consigue eso? ¿Genética? ¿Magia? ¿Cera caliente?

—Porque yo creo que… que el universo nos pone en el mismo lugar por una razón —continué.

Silencio.

Me reí. Un sonido nervioso, como el de una cabra que intenta parecer sofisticada.

Él seguía sin decir nada. Solo me miraba. Con esa expresión que no decía “me interesa” ni “me repeles”. Más bien decía “¿estás bien, señorita?”

—¿Sabes qué? Olvida lo del destino. Yo solo quería decir que… que tienes unos brazos muy… tatuados.

¡Bravo, Elena! ¡Qué observación tan profunda! ¿Qué será lo siguiente? ¿Comentarle que tiene nariz?

—Quiero decir… bonitos. Los tatuajes. No los brazos. Bueno, sí los brazos también. Pero no en plan “quiero tocarlos”, sino en plan “me gustan visualmente”. Como arte. En tu piel. Que es… pielosa —sin darme cuenta me levanté de la silla avergonzada. Definitivamente, no sabia ligar.

Tragué saliva. Me estaba hundiendo. Y él lo sabía. Lo veía en mis ojos, en mi sudor. En mi alma.

—Es mejor que te sientes.

—¿Yo? ¿Sentarme? Sí. Claro. Sentarse es… lo que hacen las personas normales.

Me senté con elegancia, o eso intenté. Porque el taburete giró un poco y casi me voy de lado. Me agarré a la barra como si fuera mi salvavidas.

—Estoy bien —dije, como si eso fuera necesario aclararlo.

Él sonrió, apenas. Pero lo hizo. Y eso me dio valor.

—Mira, voy a ser honesta. Estoy aquí porque quiero tomar una decisión importante. Y tú… tú pareces alguien que podría ayudarme a tomarla o a olvidarla. O a convertirla en una anécdota que contarle a mis nietos. Bueno, no a mis nietos. A mis plantas. Porque no tengo hijos. Ni pareja. Ni… ¿ves por qué necesito ayuda?

Él se inclinó un poco hacia mí.

—¿Y cuál es esa decisión?

—Quiero acostarme con alguien esta noche —solté, como quien lanza una bomba y espera que el humo la cubra.

Él no se inmutó. Ni un parpadeo. Solo esa mirada que parecía decir “interesante elección de palabras”.

—Y pensé que… que si iba a hacerlo, al menos que fuera con alguien que me hiciera sentir algo. Aunque sea vergüenza, o calor, o ganas de huir. Y tú… tú me haces sentir todo eso. En orden inverso.

Silencio.

—¿Quieres pasar la noche conmigo? —pregunté, con voz temblorosa. ¡Ay, Dios! Se lo pregunté, ya que no fui capaz de seducirlo....

No obtuve respuesta. Levanté la mano, haciendo un leve gesto al camarero.

—Otra copa, por favor —dije, esta vez sin titubeos.

El camarero asintió, pero justo cuando extendía la mano hacia la botella, el hombre a mi lado elevó apenas los dedos en el aire. Pero la intención fue clara.

El camarero se detuvo, perplejo, con los ojos saltando entre nosotros como buscando una orden definitiva. Tardé menos de un segundo en entender lo que acababa de ocurrir. Y la rabia me subió como una llamarada, directa a la garganta.

—¿Perdón? —me giré hacia él con la mirada echando humo—. Yo puedo beber lo que quiera. No puedes decirme lo que puedo hacer.

—No era una orden —murmuró—. Era una advertencia.

—¿Advertencia? ¿De qué tipo?

—Ese whisky... —dijo sin apartar los ojos de los míos— te hará olvidar las cosas que te voy a hacer esta noche y no quiero que las olvides.

Bajé ligeramente la mirada, avergonzada. No por lo que había dicho, sino por lo que había despertado en mí. ¿Había conseguido seducirlo? ¡Ay, madre!

Dio un paso, muy lento, acercándose lo suficiente para que pudiera percibir su olor. Y por primera vez en mucho tiempo, eso me hizo temblar más que el whisky.

Después, sin decir palabra, pidió una botella de agua. Como si supiera exactamente lo que necesitaba sin necesidad de preguntarlo. La colocó frente a mí.

Lo miré, confundida.

El whisky ya había comenzado a hacer efecto. Me zumbaban las sienes, las luces del bar parecían más rojas que antes, y los rostros en las mesas lejanas estaban distorsionadas.

Me giré hacia el camarero con torpeza.

—¿Cuánto es...? —pregunté, sacando unos billetes arrugados del bolsillo lateral del bolso.

El camarero negó con una leve sonrisa.

—Fue una invitación —dijo, señalando sutilmente al hombre que seguía junto a mí, inmóvil, observándome.

Me giré hacia él.

—Gracias, pero yo pagaré mis copas. Te espero fuera.

Dejé un par de billetes sobre la barra y comencé a caminar hacia la puerta. Necesitaba aire, mucho aire. Mi cerebro estaba en modo pánico. Solo podía pensar en sexo igual posible desastre. Viendo las cosas que había dicho dentro del bar, y el ridículo que había hecho...

Y entonces lo escuché. Mi apellido.

—...Valcázar.

Me detuve en seco.

A pocos metros, dos hombres conversaban junto a la entrada de un edificio cerrado. Estaban borrachos. Vestían desaliñados. Uno sostenía un cigarro entre los dedos, pero no lo encendía y el otro miraba su reloj con impaciencia.

Me quedé inmóvil escuchando la conversación.

—Gregorio Valcázar me ha llamado —dijo el del cigarro—. Me ofreció la posibilidad de comprar a su hija. Virgen, dijo. Como si eso fuera parte del trato.

Sentí cómo el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Lo que había temido, estaba ocurriendo. Y lo estaban diciendo en voz alta. Como si fuera una transacción cualquiera.

—He pensado que no es mala idea —añadió—. Mi mate murió hace tres años. Y desde entonces… no he tenido sexo. Será perfecta para tenerla como sirvienta y para que caliente mi cama todas las noches.

El segundo hombre soltó una carcajada.

—¿Y crees que una humana puede satisfacer tus necesidades?

—No es una humana cualquiera —respondió el del cigarro—. Es sangre Valcázar. Y si Gregorio la entrega, es porque sabe lo que significa.

Retrocedí un paso, sin hacer ruido. Mi corazón golpeaba con fuerza por la rabia. Era traición.

Y entonces lo sentí. Detrás de mí. Me giré lentamente. Estaba ahí. El hombre del bar. Estaba inmóvil, serio, pero sus ojos ardían.

—¿Como te llamas? —susurré.

No respondió. Solo extendió la mano y por primera vez, no dudé. La tomé.

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