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Capítulo 2. El Manto Rojo

Elena

El viaje a Lunaria fue largo. No por la distancia, sino por el silencio. Pasé todo el trayecto mirando el paisaje por la ventanilla, sin decir una palabra.

Cuando llegamos al hotel, me impresionó su elegancia. La fachada era de piedra blanca, los balcones estaban cubiertos de enredaderas violetas. La recepcionista nos recibió con una sonrisa cordial. Tras revisar la reserva, nos entregó tres llaves doradas, cada una con un número grabado en cursiva.

—Una habitación para el señor y la señora Valcázar, otra para la señora Adriana y su esposo, y la última para las señoritas Natalia y Elena.

—¿Yo dormiré con Natalia? —pregunté, sorprendida.

—No tenemos habitaciones individuales disponibles —respondió sin más.

Mi padre tomó las llaves sin mirarme siquiera.

—Perfecto. Que compartas habitación con tu hermana te recordará lo que significa ser parte de esta familia —espetó.

Al entrar, Natalia se lanzó sobre la cama más grande, encantada.

—¡Madre mía, qué vista! Mira, Elena, se ve toda la Plaza de los Juramentos desde aquí. Dicen que si estás enamorada de verdad, el hombre te trae justo a este lugar para jurarte amor eterno. ¿Te imaginas? Qué cursi… pero qué bonito, ¿no?

No le hice ni caso a mi hermana. No estaba para cuentos románticos ni leyendas de la Plaza de los Juramentos. La verdad, tenía la cabeza en otra parte… más bien estaba pensando en cómo perder la virginidad lo antes posible. Así, sin rodeos. Mientras ella hablaba de promesas eternas, yo solo quería quitarme de encima ese cartel invisible de “inexperta” que parecía brillar más que mi pelo rubio.

Dejé mi maleta junto a la cama más pequeña, cerca de la ventana. Me senté en el borde, mientras ella sacaba vestidos y hablaba de encajes y tonos marfil. Yo solo miraba las luces de Lunaria titilar en la distancia, buscando desesperadamente una solución.

Esa noche, mientras Natalia dormía con esa cara tranquila que parecía sacada de un anuncio de colchones, yo seguía despierta, dando vueltas en la cama. En voz baja, sin pensarlo mucho, solté:

—No voy a dejar que me compren.

Pensarlo no servía de nada. Ya estaba harta de darle vueltas. Tenía que hacer algo. Me planteé largarme. Así, sin más, salir en plena noche, pillar un taxi y desaparecer rumbo a alguna ciudad perdida, vivir rodeada de plantas, curanderos y gente que no me hiciera preguntas. Sonaba bien... pero claro, no tenía ni un euro, ni conocidos, ni un plan decente. Y para colmo, ni siquiera sabía si fuera de Lunaria habría alguien que me echara una mano sin esperar algo a cambio. Así que ahí me quedé, atrapada entre las ganas de huir y la realidad.

La desesperación me tenía agarrada del cuello. Si mi virginidad era lo único que mis padres valoraban de mí… ¿y si la perdía antes de que pudieran usarla como moneda de cambio? ¿Y si, por una vez, hacía algo por mí, sin pedir permiso, sin esperar el momento perfecto?

Solo pensarlo me revolvía el estómago. No por miedo, sino por lo jodido que era tener que plantearse algo así para sentirse libre.

“No pueden hacerme esto", pensé, tapándome la cara. No quería hacerlo. Pero solo faltaban horas para que arrancara el Gran Encuentro, y mi padre no estaba jugando. Lo de venderme no era una amenaza, era su plan. Y lo peor es que lo decía con esa calma suya, como si estuviera hablando de vender una mochila, no a su hija.

Cerré los ojos. Tal vez no podía huir. Tal vez no podía evitar lo que vendría. Pero sí podía decidir qué hacer con mi cuerpo.

De pronto, escuché pasos en el pasillo. Voces lejanas, risas. Eso significaba que Lunaria seguía despierta.

Cuando el reloj dio la medianoche y los pasillos se quedaron en silencio, me levanté despacio, sin hacer ruido. Me puse un vestido sencillo, color vino, el único que parecía gritar “mírame”, y me recogí el pelo en una trenza bien apretada. El corazón me latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir por la boca. Pero ya estaba en pie. Ya había decidido.

Salí de la habitación sin pensarlo mucho y me fui directa al bar del hotel. Al entrar, lo primero que vi fue a un pianista en una esquina, tocando melodías nostálgicas. El ambiente era tranquilo, íntimo...

Me senté sola en un taburete junto a la barra y pedí un té de jazmín, porque no sabía qué otra cosa pedir. El camarero me miró con curiosidad.

Escaneé el lugar con calma, como quien busca algo sin querer parecer desesperada. Yo sabía lo que estaba haciendo. Estaba lista para resolver mi problema.

A cada sorbo del té, mi mirada iba saltando de rostro en rostro. Hombres solos, hombres en grupo, algunos hablando bajito, otros mirando el móvil. Ninguno parecía exactamente lo que buscaba, pero tampoco descartaba nada. Esa noche, yo decidía.

Un chico rubio hablaba demasiado alto. Otro, con traje y sonrisa de anuncio, parecía más enamorado de su reflejo que de cualquier persona real. Y uno más, con mirada intensa y gestos bruscos, me dio mala espina desde el primer segundo. Lo descarté en cuanto lo vi interrumpir al camarero con ese gesto mandón.

Intentaba convencerme de que esto era lo correcto. No buscaba amor, ni mariposas, ni promesas dulces. Solo alguien que me tratara bien, sin hacerme sentir como un objeto. Quería cerrar de una vez ese capítulo que mis padres consideraban mi única “virtud”. Pero claro, mi corazón, con su manía de soñar despierto, no se rendía tan fácil. Seguía esperando algo más. Algo que, en ese bar, parecía no estar.

Cada candidato se convertía en un “no”. A cada uno le sacaba un defecto, como si buscara razones para no seguir adelante.

Empujé ligeramente la taza, ya fría. Llamé al camarero con un gesto leve.

—¿Podría cargarlo a la cuenta de la habitación 306?

Asintió sin decir nada, pero no se fue enseguida. Se quedó ahí, unos segundos más, como si supiera que yo todavía tenía algo en la punta de la lengua.

—¿Hay algún otro bar cerca? Fuera del hotel.

El camarero entrecerró los ojos, me miró con cautela, como si estuviera decidiendo si confiar o no. Parecía estar calculando cada palabra antes de soltarla.

—Hay uno —dijo al fin—. Bajando la calle, a la izquierda, justo al lado de la fuente de los espejos. Se llama “El Manto Rojo”… pero no es un sitio para señoritas como usted. Si no quiere líos, mejor ni se acerque. Ahí solo hay hombres...

Sentí un cosquilleo en el pecho. Algo me decía que tenía que ir. Que tal vez, justo allí, encontraría al tipo indicado para esa noche.

No tenía muchas opciones. Estaba convencida de que en ese bar había alguien que podía ayudarme, y no pensaba rendirme hasta encontrarlo.

El camarero se inclinó un poco, como si estuviera a punto de contarme algo que no debería.

—Allí se juntan hombres salvajes. Solo quieren placer. No preguntan nombres, no hacen promesas, y no les importa de dónde viene una mujer… solo a dónde está dispuesta a llegar.

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