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La obsesión del Alfa
La obsesión del Alfa
Por: Cristina Andrades
Capítulo 1. La noche que lo cambió todo

Elena

Jamás imaginé que perdería mi virginidad de esa manera. Desde niña soñaba con una primera vez mágica, como sacada de un cuento de hadas. Una noche inolvidable junto al hombre que me amara. Pero esa fantasía se rompió en mil pedazos la noche en que escuché a escondidas, la conversación de mis padres. Todo cambió, hasta el punto de ir a un bar para buscar un desconocido para entregarle mi virginidad.

—Gregorio, nuestra hija Elena ya tiene veinticinco años —dijo mi madre Isabel, con ese tono que usa cuando está a punto de soltar una bomba—. Todas las familias hablan de nosotros... y no precisamente bien. Adriana se comprometió a los diecinueve, lleva tres años casada. Natalia, con solo dieciocho, estará entre las seleccionadas para el gran encuentro de parejas en Lunaria. ¿Y Elena? Se esconde entre libros y frascos de plantas. No hace nada. Solo pasa los días en ese jardín, leyendo sobre hierbas como si eso fuera a darle un futuro. ¿Qué está esperando?

—Ya lo sé, mujer. ¡Elena es una vergüenza para nosotros! Nadie quiere casarse con una mujer que vive aislada y con veinticinco años. ¿Qué hombre querría una mujer así? —respondió mi padre.

No pude contener las lágrimas. Nunca había sentido esa chispa que todos describen, ese algo que despierta por dentro y hace revolotear mariposas. Quería un amor verdadero. Aunque tuve pretendientes a los dieciocho, ninguno llamó mi atención lo suficientemente para querer conocerlo. Solo estaban interesados en el dinero de mi padre.

—Lo único valioso que le queda es su virginidad. ¿Será virgen?, ¿no? Entonces todavía tenemos una posibilidad de acallar los rumores —sentenció mi padre, sin emoción—. Sea hombre lobo o humano, pero esto hay que resolverlo ya. La venderemos a cualquier hombre, pero si es lobo mucho mejor.

Me escabullí hacia mi dormitorio. Jamás pensé que mis padres quisieran venderme. En mi pueblo, todas las mujeres debían casarse a los dieciocho y empezar a tener hijos. Pero yo nunca me enamoré. Lo intenté, pero ninguno me gustaba.

Caminé hacia el balcón, abrí de golpe los ventanales y el viento hizo volar mi cabello rubio.

—No soy la vergüenza de esta familia —murmuré—. Soy la única que aún cree en el amor real.

Esa noche apenas dormí. Por la mañana, bajé las escaleras lentamente, con los ojos aún hinchados. Al llegar al salón, el murmullo del desayuno cesó por unos segundos. Lo suficiente para que me sintiera observada.

Allí estaban todos. Mis padres, impecables como siempre. Adriana, con su cabello negro perfectamente peinado, cayéndole justo por encima de los hombros. Rodrigo, su marido, con el pelo naranja que parecía encenderse bajo la luz de la mañana y Natalia, radiante por el evento que se acercaba, con su espesa melena negra que le caía hasta la cintura.

Mi madre me miró de arriba abajo con esa expresión suya tan típica, como si yo fuera un mueble fuera de lugar. No dijo nada, pero su cara lo decía todo. Mi pelo rubio y mis ojos azules no encajaban ni de lejos con el resto del grupo, todos con su melena negra bien peinadas, como si fueran parte de un catálogo familiar. Más de una vez he pensado que mi madre se lió con otro hombre. No es que lo diga en voz alta, pero oye, tendría sentido. Sería la explicación perfecta para que yo sea la oveja negra… bueno, en este caso, la oveja rubia.

—Buenos días —dije mientras me sentaba al final de la mesa.

Nadie respondió. Rodrigo alzó ligeramente la vista, me dedicó una sonrisa vacía y volvió al periódico. Natalia seguía hablando animadamente sobre los vestidos que pensaba llevar a Lunaria, ignorándome por completo.

—Dormiste mal, ¿verdad? —preguntó mi madre, sin compasión—. Se te nota en la cara.

—Estoy bien —respondí sin mirarla, concentrada en mezclar miel con mi infusión.

Sin apartar la mirada, hizo un anuncio seco:

—Después del desayuno iremos al Atelier. Necesitamos elegir los vestidos para la celebración.

No levanté la mirada. Solo dije lo que llevaba días intentando pronunciar:

—Yo no quiero asistir a ese evento.

Todos se quedaron en silencio. Rodrigo bajó el periódico. Natalia parpadeó confundida. Adriana frunció el ceño como si hubiera dicho una barbaridad. Mi madre abrió la boca, pero mi padre se adelantó.

Golpeó la mesa con fuerza y las cucharillas saltaron. Todos se sobresaltaron.

—¡Tú irás con ellas, Elena! —rugió—. Vas a elegir un vestido, asistirás a Lunaria y te encargarás de preparar a tus hermanas. Las vestirás. Las peinarás. Te comportarás como parte de esta familia y te encontraremos un marido.

Lo miré, ardiendo entre vergüenza y rabia.

Se inclinó hacia mí con un tono que ya no era de padre:

—Este evento es nuestra oportunidad. Si Natalia logra un vínculo con un Alfa, los Valcázar subirán de estatus. Estaremos protegidos. Respetados. No arruines esto, Elena.

Un escalofrío me recorrió. En ese momento comprendí que Lunaria no era solo una celebración… era un mercado donde las relaciones se negociaban con sangre y poder.

Tomé aire.

—Está bien —dije al fin, sin convicción. Le di un sorbo a mi té, me levanté y salí del comedor. No me di cuenta de que mi padre me había seguido.

—Elena, no soy tonto. Sé que anoche escuchaste nuestra conversación. Te buscaré un marido en Lunaria. Aunque eres demasiado vieja para hacerlo como se debe, por eso serás vendida a cualquier desesperado.

No podía creer lo que acababa de escuchar. ¡Venderme! ¡Mi padre se había vuelto loco!

—¡No puedes hacerme esto! ¡No puedes venderme! No soy una mercancía.

—Conoces nuestras tradiciones. Una mujer de tu edad sin marido es una deshonra. Lo siento, pero en cuanto lleguemos a Lunaria, solucionaré el problema. Si no, prefiero verte muerta. Menos mal que todavía eres virgen, porque si no lo fueras, nadie querría comprarte.

—Papá, no voy a dejar que me vendas como si fuera un animal —estallé.

Soltó una carcajada y luego me agarró fuertemente del brazo.

—Mañana partiremos hacia Lunaria. Prepárate, porque serás vendida. Me da exactamente igual que patalees, llores... Guarda tu virginidad un par de días más y se acabará mi problema.

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