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Capítulo 10. El contrato

ELENA

—Si papá, has escuchado bien. Ya no soy virgen. Anoche me escapé, fui a un bar y me acosté con el primer hombre que vi.

Los nudillos de mi padre se habían vuelto blancos. Sus dedos estaban rígidos como garras, apretaban el vaso de cristal con tanta fuerza que no parecía humana. Lo observé desde mi sitio, sin moverme. Gabriel, sentado a mi lado, miraba a Gregorio y luego a mí con el rostro tenso, los labios apretados en una línea delgada.

Y entonces, el vaso estalló en mil pedazos. El zumo se derramó sobre la mesa, y los cristales volaron en todas direcciones. Algunos se clavaron en la palma de su mano, pero él no se inmutó. Su respiración era irregular, como la de un animal acorralado. Mi madre soltó un pequeño grito y se llevó una mano al pecho.

—¡Gregorio! —exclamó.

Mi padre bajó la mano lentamente, dejando que los cristales cayeran sobre la mesa. La sangre comenzaba a brotar, pero él no parecía sentir dolor. Solo hablaba con los ojos, y en ellos había algo oscuro.

Se volvió
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