UNA PUNZADA EN EL PECHO

Elizabeth reaccionó de inmediato. Se giró hacia el tocador y tomó el pequeño cuchillo que usaba para defensa personal, apuntándolo sin titubear hacia Vicenzo. Él, con una media sonrisa dibujada en los labios, se acercó con una calma inquietante.

—¿Qué haces aquí, Vicenzo? —preguntó ella, nerviosa, mirándolo fijamente a los ojos. No entendía cómo había logrado entrar, sabiendo que tenía dos guardaespaldas apostados en la puerta.

—Ah, mi querida Elizabeth… Las cosas contigo se han complicado un poco. Teníamos un acuerdo, ¿recuerdas? Pero hace tiempo que no sé nada de ti —respondió él, con tono despreocupado.

—Te dije que sería yo quien te buscaría —espetó ella, retrocediendo apenas, mientras aferraba el cuchillo con más fuerza.

—¿Cómo entraste? —inquirió, sin apartar la vista de él.

—Ay, Elizabeth… Dos guardaespaldas idiotas no representan ningún problema para mí. Pero mírate… Estás preciosa esta noche. Hasta me dan ganas de casarme —añadió, con burla.

—Será mejor que te vayas. La mansi
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