Ece despertó en una habitación elegante, con cortinas que dejaban filtrar la luz dorada de la tarde. Frunció el ceño levemente.
—¿Dónde carajos estoy? —musitó para sí misma, su voz cargada de confusión.
Se incorporó de la cama con cuidado y se miró en el espejo. Una herida en la cabeza le hacía doler la nuca, y su rostro reflejaba molestia y desconcierto. Sus dedos recorrieron la zona lastimada, mientras el dolor le recordaba que algo grave había ocurrido.
Caminó hacia la ventana y frunció el ceño aún más al contemplar la extensa finca que se extendía frente a ella. No estaba en la ciudad; esto no era su mundo. El aire era diferente, pesado, y la calma que se percibía contrastaba con el caos que todavía sentía por dentro.
En ese instante, la puerta se abrió y una enfermera entró con paso firme.
—Señorita, veo que está despierta. ¡Qué bueno! —dijo con una sonrisa profesional—. El señor lamenta mucho los inconvenientes.
Ece, todavía aturdida, frunció el ceño y preguntó apenas en un susu