La mañana de la boda amaneció clara y serena, como si el cielo mismo hubiera decidido bendecir el día. Aslin se encontraba en una habitación luminosa de la mansión, rodeada de espejos, flores frescas y un murmullo constante de emoción. El aire olía a jazmín y lavanda, y la luz del sol se filtraba por los ventanales, bañando todo con un resplandor dorado.
—Respira, Aslin —le susurró Verónica, su amiga y dama de honor, mientras ajustaba los últimos detalles del vestido.
Aslin asintió, con una sonrisa nerviosa en los labios. El vestido era una obra de arte: delicado encaje bordado a mano cubría el corset, mientras una falda amplia de tul caía en suaves capas como olas de seda. Cada detalle había sido elegido con cuidado, desde las pequeñas perlas cosidas a mano hasta el velo ligero que caía como una caricia sobre sus hombros.
Mientras le arreglaban el cabello, recogido con elegancia y adornado con pequeñas flores silvestres, Aslin no podía dejar de mirar su reflejo. No solo se veía