La noche había caído sobre la ciudad, envolviendo la mansión en un silencio denso y pesado. En el despacho, Carttal permanecía de pie junto a la ventana, observando las luces lejanas que titilaban como luciérnagas perdidas en la oscuridad. Pero su mente no estaba allí. No después de lo que había descubierto.
Detrás de él, el tic-tac del viejo reloj de pared marcaba el paso inexorable del tiempo, pero no ofrecía consuelo. Aslin estaba a salvo, dormía en la habitación contigua, pero el peligro aún no había pasado. Sibil siempre había sido un problema, pero lo que ahora estaba en juego trascendía cualquier afrenta personal.
Ethan entró en el despacho en silencio, con una nueva carpeta en la mano y el ceño fruncido.
—Tenemos un problema —anunció, cerrando la puerta tras él.
Carttal se volvió, su mirada cortante.
—¿Qué ahora?
Ethan dejó la carpeta sobre el escritorio con un gesto firme.
—Analizamos los restos del equipo que encontramos en el almacén. No solo estaba recopilando datos biomét