El silencio entre ellos se alargó, solo interrumpido por el crepitar del fuego en la chimenea. Carttal sentía el peso de la revelación como una losa sobre su pecho. Aslin, con la mirada perdida en las llamas, parecía atrapada entre el pasado y el presente.
—Dijiste que fuiste parte de un programa… —Carttal rompió el silencio con cautela—. ¿Recuerdas cómo comenzó?
Aslin apretó los labios. Sus manos temblaban apenas perceptiblemente.
—Mi madre me entregó —susurró.
Las palabras cayeron como un puñal. Carttal no pudo ocultar su expresión de asombro.
—¿Qué quieres decir con que te entregó?
Ella cerró los ojos un instante, como si cada palabra fuera una herida abierta.
—Era muy pequeña… cinco, tal vez seis años. Recuerdo que estábamos en casa, mi madre me vistió con mi mejor ropa y me peinó con cuidado. Pensé que íbamos a algún sitio especial, pero cuando llegamos, había personas extrañas esperándonos. Hombres de bata blanca, otros con trajes oscuros.
Se abrazó a sí misma, como si sintiera