Apolo cayó de rodillas antes de que la jauría que lo rodeaba pudiera reaccionar. El frío de la humillación le recorrió la espalda; sus manos buscaban en el aire argumentos que no tenía. Con la voz quebrada por el pánico, tanteó una salida que no existía y soltó palabras que ayer jamás hubiera pronunciado: un pedido de clemencia, un perdón balbuceado hacia Liam.
—Liam… por favor —suplicó, la voz hecha trapo—. Yo… yo puedo arreglarlo. Sólo pídeme lo que quieras te lo doy todo.
Liam permaneció sentado, la copa olvidada en su mano, observando con una mezcla de diversión y desprecio. Sus labios se curvaron en una sonrisa fría que no alcanzaba los ojos. Se inclinó un poco hacia delante, como quien saborea un chiste privado, y dejó que el silencio martillara la sala antes de hablar.
—Hace un rato estabas demasiado altanero para pedir nada —dijo con languidez—. Y ahora estás en el suelo suplicando. Qué espectáculo tan… instructivo.
—Eres patético —le espetó Liam, sin levantarse—. Me encantarí