Corría sin mirar atrás. El bosque se alzaba oscuro y enmarañado, ramas que me arañaban los brazos y raíces que parecían querer atraparme en cada zancada. El aire me quemaba los pulmones, pero no podía detenerme. No ahora. No cuando aún sentía detrás de mí el peso de su presencia, ese monstruo que parecía no cansarse nunca.
El corazón me golpeaba en el pecho, mis piernas temblaban, y aun así me obligué a correr más rápido. Más, más, más… Pero el crujido de las hojas a mi espalda me decía que seguía allí, implacable, cortando la distancia que me separaba de él.
Tropecé. Una raíz sobresalía como un brazo traicionero y mi pie quedó atrapado en ella. No tuve tiempo de equilibrarme: caí de bruces contra el suelo húmedo, el golpe me arrancó el aire y el sabor a tierra invadió mi boca.
—¡Maldición! —escupí, arrastrándome a medias para intentar levantarme.
¿Por qué no deja de perseguirme? ¿Por qué no puede dejarme en paz?
Me obligué a moverme, a impulsarme de nuevo hacia adelante, pero la somb