El vidrio espejado de la fachada del edificio de la Holding Vellardi & Renzi reflejaba la imponencia de Lorenzo Vellardi como una extensión natural de su imperio. Alto, imperturbable, con el traje italiano impecablemente ajustado a sus anchos hombros, atravesaba el vestíbulo con el andar de quien comanda el mundo.
—Buenos días, señor Vellardi —dijeron al unísono la recepcionista y dos asesores que se inclinaron discretamente.
Lorenzo no respondió. Solo asintió con el mentón, sin apartar los ojos de la pantalla del celular. El silencio era su lenguaje; la frialdad, su escudo.
Pero aquella mañana había algo distinto.
Mientras subía en el ascensor privado hasta el piso cuarenta, con el rostro serio, la expresión intocable, su mente no dejaba de reproducir la misma escena: la mirada furiosa de Isabella clavada en él. Los ojos grandes y verdes, llenos de dolor y de fuerza. Su voz, firme, indignada, orgullosa.
Aquellas palabras…
“Entré aquí preocupada. Salgo asqueada.”
Apretó los dientes. N