Ocho meses…
Ese era el tiempo que Isabella llevaba viviendo en la mansión de los Vellardi. Ocho largos, intensos y transformadores meses. Cuando llegó allí, traía consigo la ligereza de un corazón dispuesto y la fuerza silenciosa de quien ya conoce el dolor. Pero no imaginaba cuánto su presencia cambiaría aquella casa, ni cuánto cambiaría su alma.
En los primeros días, entendió que Aurora era mucho más que una niña solitaria: era un pequeño corazón herido que ya no sabía cómo confiar. Un alma silenciosa, acostumbrada al eco de las ausencias, a la sombra de los traumas. Pero con paciencia — con historias susurradas al borde de la cama y promesas en forma de abrazos apretados — Isabella fue conquistando un lugar. No solamente en la habitación de la niña, o en la rutina de los días, sino en su sonrisa, en su mirada, en su esperanza.
Las mañanas se volvieron suaves. Isabella se levantaba temprano, preparaba el desayuno de la pequeña, cantaba bajito mientras peinaba su cabello rubio, coloc