Isabella Fernández
La puerta se cerró detrás de mí con un clic seco. Seguí en silencio por el pasillo hasta mi habitación, con pasos demasiado firmes para alguien que temblaba por dentro. Mis dedos dolían de tanto mantenerlos apretados en los puños durante el trayecto. Cada palabra que él dijo seguía resonando en mi cabeza como piedras arrojadas a un lago tranquilo.
“Es como todas las demás. Quiere mi cama y jugar a la familia.”
Me detuve en medio del cuarto. Por un instante, no supe si debía llorar o gritar. Apoyé la mano sobre la cómoda buscando algo de equilibrio, pero lo único que encontré fue dolor. Físico, sí —mi brazo aún latía—, pero el emocional… eso dolía mucho más.
—Salvé a tu hija… —susurré, como si él pudiera oírme desde el otro lado de la casa—. Me lancé frente a ese perro sin pensar un segundo en mí. ¿Y todo lo que recibo… es esto?
Llevé la mano al rostro y sentí el sabor salado de las lágrimas que ya corrían sin permiso. Las aparté con rabia.
—Puedo ser una chica del i