El amanecer llegó con nubes grises cubriendo el cielo, presagiando una intensa tormenta.
Para cuando cayó la noche, la propiedad segura ya no era una fortaleza de piedra y cristal, sino un barco varado en medio de un océano de viento y agua.
Aurora se encontraba en la habitación de los niños, una isla de luz cálida rodeada por la furia de los elementos. La lluvia golpeaba los ventanales blindados, un recordatorio constante de que, afuera, el mundo era hostil.
Elisabetta, bendecida con la inocencia de su edad, dormía profundamente, su respiración acompasada compitiendo suavemente con el rugido del trueno.
Pero Matteo estaba despierto.
El niño estaba sentado en el alféizar de la ventana, con las rodillas pegadas al pecho, observando la oscuridad. No tenía miedo a los truenos. Ese miedo infantil lo había abandonado hacía mucho tiempo. Pero su vigilancia era incesante. Desde el incidente en el parque, su guardia no había bajado ni un milímetro.
—Matteo, cariño —llamó Aurora suavemente de