La mañana seguía opaca, con el cielo cubierto de nubes que no dejaban pasar más que un resplandor grisáceo. En la habitación, Isabella se había quedado junto a los niños, inclinada hacia ellos con una ternura nerviosa que parecía no encajar del todo.
—Mis tesoros, cuánto los extrañé… —susurraba, intentando acariciarles el rostro.
Matteo la observaba con esa seriedad con que observaba a los desconocidos. Sus ojos oscuros, tan parecidos a los de Lorenzo, permanecían fijos en ella, pero su cuerpo se mantenía rígido, sin dar un paso hacia adelante. Era como si no supiera qué hacer con esa mujer que decía ser su madre y a la que apenas recordaba.
Elisabetta, en cambio, aunque también contenía cierta distancia, hizo un esfuerzo por responder con dulzura.
Ladeó la cabeza y, con un gesto tímido, murmuró, —Gracias por venir… —su vocecita sonaba educada, como si quisiera ser respetuosa aunque el instinto le pidiera lo contrario.
Isabella tragó saliva, un poco incómoda, pero disimuló con una so