El rugido de los motores quebró el silencio de la madrugada cuando los autos negros entraron en la larga avenida que conducía a la mansión. El polvo se levantó en una nube grisácea, iluminada por los faros.
Lorenzo iba en el vehículo de adelante, la mandíbula tan tensa que parecía hecha de piedra. Tenía el arma en mano, los nudillos blancos, la mirada fija en la silueta oscura de su casa, esa fortaleza que había prometido que jamás sería profanada.
Pero lo había sido.
Cuando el portón se abrió, los hombres descendieron en sincronía, armas listas, pasos firmes, rostros tensos. La mansión, que solía brillar como un faro de poder, parecía ahora un animal herido, sus muros manchados de pólvora, sus cristales rotos reflejando la luna en fragmentos dispersos.
—Adelante, limpien todo —ordenó Lorenzo, su voz baja, pero con filo suficiente para cortar el aire.
Sus hombres avanzaron, cubriendo cada pasillo, cada esquina. El eco de sus pasos resonaba en el silencio, y por un instante todo parecí