Marcus se despertó antes de que saliera el sol, con Laila acurrucada en su pecho y Melissa dormida de lado, abrazada a un peluche. Esa paz —esa luz tenue que entraba por la ventana— era lo más parecido al paraíso que había conocido en toda su vida. Y justo por eso, sabía que no iba a durar. La calma era un préstamo que el mundo rara vez concedía dos veces.
Aun así, se permitió un minuto más. Un minuto para memorizar el peso de Laila sobre él, la calidez de su vientre, los latidos suaves que parecían responder a los suyos. Un minuto para acariciar el cabello suelto que le caía por el hombro. Un minuto para sonreír cuando ella murmuró dormida, buscando instintivamente su abrazo.
Pero no era un hombre que pudiera ignorar esa sensación en la nuca: el aviso de que algo estaba por romperse.
Y tenía razón.
Cuando Marcus bajó a la cocina para preparar desayuno, su teléfono vibró dos veces. Lo vio. Suspira. Lo voltea boca abajo.
“Clara”.
Ese nombre ya no le despertaba culpa, ni confusión. Le d