El día siguiente amaneció con una calma engañosa, como esas mañanas donde el cielo está tan claro que uno podría jurar que nada malo va a suceder. El penthouse olía a café recién hecho, pan tostado y esa tibieza hogareña que Marcus jamás había pensado que volvería a sentir en su vida. Laila se movía con movimientos lentos, un poco adormilada por las náuseas matutinas, mientras Melissa corría alrededor de la mesa con un dibujo en la mano.
—Mira papi, mira Laila… somos nosotros tres… y dos bebés —dijo la niña orgullosa.
Laila se sonrojó, tocándose el vientre. Marcus tomó el dibujo con una delicadeza reverencial, como si fuera un tesoro. Sus ojos se ablandaron de una forma tan profunda que incluso a Laila le tembló un poco el pecho.
—Es perfecto, mi amor —dijo él, levantando a Melissa y besándole la frente.
Laila miró esa escena y sintió algo que no sabía cómo nombrar. No era solo ternura. No era solo amor. Era un deseo casi visceral de proteger ese instante para siempre, de mantenerlo i