El amanecer llegó antes que el sol.
Una claridad pálida se filtraba entre las cortinas del penthouse y la ciudad parecía contener el aliento, como si también esperara el comienzo de algo. Marcus ya estaba de pie, con la camisa arremangada y la taza de café a medio beber sobre la barra de la cocina. La casa olía a pan tostado y a la lluvia que se había quedado dormida en los ventanales. Revisaba su reloj cada tres minutos, no porque la puntualidad de Laila estuviera en duda, sino porque odiaba no tener control sobre lo que estaba a punto de suceder.
Melissa canturreaba en su habitación, intentando vestirse sola. Eso significaba medias en los brazos y el suéter al revés. Marcus sonrió sin querer. En su mundo ordenado y cronometrado, la espontaneidad de su hija era el caos más hermoso y, al mismo tiempo, el que más lo descolocaba.
El timbre sonó a las seis y cincuenta y dos. Exactamente como Laila había prometido. Marcus respiró antes de abrir la puerta, como si se preparara para un exam