La noche no cayó de golpe; se fue instalando en el penthouse como una marea que sabe a qué muebles debe rozar primero. Marcus apagó luces sin darse cuenta, dejó dos platos escurriendo, recogió una crayola caída debajo del sofá y, en ese gesto, notó que el cansancio no era cansancio: era un peso nuevo con forma de cuidado. Melissa dormía con la boca entreabierta, exhausta de reír. Laila ya se había ido hacía una hora. El silencio era amable, pero llevaba dentro una vibración que él no sabía nombrar.
Se sirvió un vaso de agua y se quedó de pie frente al ventanal. La ciudad, abajo, parecía un corazón visto desde lejos: luces que latían sin orden aparente. Recordó a Laila inclinándose sobre Melissa para abrocharle el overol. Recordó el “estás perfecta” que tuvo que masticar antes de decir. Hubo una época en la que él medía el mundo por su simetría; ahora empezaba a entender que a veces lo que salva una mañana es una media azul y otra amarilla.
Quiso abrir el correo y adelantar trabajo, pe