El sol aún no había desperezado la totalidad del resort. Las sombras largas y caprichosas de las palmeras se deslizaban sobre los senderos de piedra, danzando al ritmo de la brisa leve que venía del mar. Hugo atravesaba aquel cuadro matutino, pero era ajeno a su quieta belleza. El celular pegado a su oreja parecía fusionarse con su mano temblorosa, mientras cada paso apurado resonaba como un tamborileo inquieto sobre las piedras, cálidas tras el descanso nocturno.
El aroma a sal y humedad, mezclado con rastros de protector solar aún presentes en el aire, era absorbido sin atención por su mente absorta. Solo registraba la urgencia que le martilleaba el pecho, como si su corazón estuviera tratando de escapar. El sudor comenzaba a acumularse en su nuca, no por el calor, sino por una ansiedad que lo acompañaba como una sombra persistente. Hugo necesitaba escuchar esas voces. Las voces de Javier y Luciana, testigos involuntarios de un pasado que se antojaba borroso y cruel, pero que ahora