La humedad del final de la tarde se pegaba a la piel como una caricia incómoda, una presencia que no pedía permiso para quedarse. Era el tipo de incomodidad que le recordaba las palabras dichas demasiado cerca del oído, esas que nunca quisiste escuchar. Como la promesa vacía de un futuro juntos, susurrada en la penumbra.
Ana salió del lobby con una carpeta doblada bajo el brazo. Su paso era lento, los hombros cargados de un cansancio que no era solo físico, sino también emocional. En cada respiración sentía el peso de las horas y de los silencios acumulados a lo largo de los años. Años en los que había callado por una paz ilusoria, por no agitar las aguas de una calma superficial. La carpeta en su mano parecía pesar más de lo que debería. Como si contuviera todos los "sí" que nunca debió pronunciar.
Y entonces lo vio.
Alexandre estaba allí, esperando, como quien sabe que no puede ser ignorado. Su postura parecía meticulosamente calculada: el perfil iluminado apenas por el último deste