Mientras sus cuerpos se entrelazaban en un vaivén de caricias, lentamente se recostaron sobre la cama. Entienne la acomodó con una ternura reverente, como si su piel fuera de cristal, y se colocó sobre ella, sin imponer peso, solo calor, deseo contenido y amor silencioso. La besó de nuevo, esta vez con mayor hambre, pero con la misma devoción, como si cada centímetro de su piel mereciera un rezo.
Su boca descendió con calma, desde su cuello de cisne hasta sus clavículas finas, deteniéndose a veces solo para mirarla, para grabar cada reacción en su memoria. Recorrió sus brazos con besos suaves, luego sus costados, como si su cuerpo fuera un mapa sagrado que él debía memorizar con los labios.
Sus manos acariciaron sus senos generosos, que contrastaban con la delgadez elegante de su figura. Los sostuvo con cuidado, como si los adorara. Masajeó lentamente, con los pulgares en círculos, provocando que Eira gimiera entre jadeos suaves, sorprendida de la cantidad de placer que podía sentirse