Cuando terminó, se cubrió con una túnica limpia y se recogió el cabello con delicadeza. Pronto iría a buscar a Eleonora. Necesitaba verla. Necesitaba hablar con alguien que comprendiera el dolor de haber amado a alguien como una hermana… y perderla en la oscuridad.
Mientras tanto, en una de las estancias más resguardadas de la abadía, Entienne se encontraba de pie frente a la madre abadesa. Su porte imponente contrastaba con la inquietud visible en el rostro de Rawena.
—Lo escuché con mis propios oídos —dijo él, con voz firme—. Vi cómo la arrastraban mientras se resistía. Dos hombres. Uno con vestiduras eclesiásticas. El otro… el conde de Norwick.
Rawena apretó las manos sobre el escritorio de roble. Sus nudillos estaban blancos, y sus labios temblaban. Desvió la mirada hacia una pequeña cruz colgada en la pared, como si esperara hallar consuelo en ella.
—No sé de qué me habla, padre Entienne —murmuró, pero su voz carecía de convicción.
Entienne dio un paso al frente, implacable.
—No