CAPÍTULO 1
Una locura — No puedo creer que esté comiendo ramen frente al televisor, en pijamas y con el pelo revuelto – suspiré, mi nariz roja como la de Rudolph el reno, de tanto llorar. Había soñado con una navidad perfecta. Un romance de película, de esos que te hacen suspirar y creer en los finales felices. En mi fantasía, imaginaba a Adan arrodillado frente a mí con un anillo de compromiso en su mano, y tras nosotros el árbol de navidad iluminado de la casa de mis padres y toda mi familia como testigo de su amor por mí. — ¡Que idiota! ¿Y qué obtuve en la cruda realidad? Una caja de cartón con mis pertenencias de oficina y un novio infiel. La carta de despido todavía ardía en mi bolso, sus palabras frías y corporativas —“reestructuración de personal”— se sentían como un insulto personal. Y el recuerdo de Adan… ese era un fuego diferente, uno que me consumía las entrañas con rabia y humillación. Lo había encontrado, no en una escena de película con sábanas revueltas, sino a través de la gélida traición de la tecnología: un recibo de hotel para dos personas en su correo electrónico, abierto por accidente en nuestra tablet compartida. La fecha coincidía con su supuesta “conferencia de ventas en otra ciudad”. —¡Genial! —mascullé al vacío de mi ahora demasiado silencioso apartamento. — ¿Podría ser esto peor? El universo, con su retorcido sentido del humor, debió escucharme quejarme y pensar: — Sujétame porque aún viene lo peor. Porque sí. Se puso peor. Mucho peor. El timbre sonó, estridente y alegre, un sonido que chocaba violentamente con mi estado de ánimo. Arrastré los pies hasta la puerta, esperando a un repartidor con comida china que no había pedido. Pero al abrir, me encontré con una visión de pura felicidad, tan radiante que casi me ciega, o debería decir: "Qué casi me mata del susto”. —¡Hermanita! —¡Susi! ¿Qué haces aquí? —logré decir, con un nudo en la garganta. No de emoción. De espanto. Susi odiaba el caos, el ruido de la ciudad con toda su alma, Susi era una chica de pueblo. —Vine a invitarte en persona… —dijo, con una sonrisa que le ocupaba toda la cara. Entró sin esperar invitación, llenando mi lúgubre espacio con su energía burbujeante. —¿Invitarme? ¿A qué? —pregunté, aunque una horrible premonición ya estaba instalándose en la boca de mi estómago. —¡Me caso! —chilló, y entonces lo vi. En su mano izquierda, un diamante de talla princesa brillaba con una intensidad casi obscena. Era precioso, elegante y, sin duda, carísimo. Por un instante, el mundo se detuvo sobre mí. Para luego estrellarse sobre mi cabeza de un golpe. Mi hermana menor, mi pequeña Susi, se iba a casar. Y yo, la que supuestamente tenía un futuro brillante y una vida feliz… estaba desempleada y soltera, cortesía de un cretino y una economía inestable. La envidia, verde y amarga me subió por la garganta. La tragué con dificultad, forzando una sonrisa que se sentía como una mueca. —¡Estupendo! Mi hermanita menor se casa y yo termino con mi novio —pensé con una frustración que casi me hace gritar de frustración. —¡Felicidades, Susi! ¡Eso… es maravilloso! —dije, abrazándola con una rigidez que esperaba que ocultara mi sorpresa. Ella se apartó, sus ojos brillantes buscando algo por encima de mi hombro. —¿Y dónde está tu novio? Pensé que por fin lo conocería. — ¡Mamá no para de hablar de lo perfecto que es! Ah, sí. Él… Mi novio perfecto. El que le había descrito a mi madre por teléfono durante meses. Encantador, exitoso, atento. Una obra de ficción que ahora se sentía como la peor de las bromas. —Ah… él… —mi cerebro entró en pánico, buscando una excusa creíble—. Está de viaje de negocios. Le surgió algo… de última hora. Un asunto muy importante en el extranjero. —¡Oh, qué lástima! —dijo, con genuina decepción —. Bueno, no importa. Lo conoceremos en Navidad… — Mamá quiere que vayan a casa a pasar las fiestas. ¡Será la ocasión perfecta! Y quién sabe… —su sonrisa se volvió pícara, y un escalofrío me recorrió la espalda. Odiaba esa sonrisa; siempre precedía a una idea terrible. —Oh no. Cuando Susi sonríe así, algo está tramando – pensé, crispando mis nervios. —Quizá tengamos una boda doble… ¿Te lo imaginas? —suspiró, perdida en su fantasía. —Como cuando éramos niñas y jugábamos a casarnos, caminando juntas hacia el altar. —Lo que recuerdo con claridad es a mamá gritando como una loca porque usamos sus cortinas de seda blanca como nuestros velos de novia y las llenamos todas de barro —repliqué, con un sarcasmo que, para mi fortuna ella confundió con humor. La risa cristalina de Susi me hizo sentir aún peor. Ella era genuinamente feliz, y estaba convencida de que yo también lo era. No tuve el valor de destrozar su burbuja. No tenía derecho a robarle su momento de felicidad con mi patética miseria. —Bueno, ya tengo que irme —dijo, mirando su reloj—. Mi prometido, Carlos, me llevará a conocer a su abuela. ¡Es tan emocionante! Se detuvo en la puerta, girándose hacia mí con una expresión seria. —Oye, Any. Hablando en serio. Mamá y toda la familia, incluyendo a papá, esperan conocer a tu novio… — Así que dile que se prepare, porque la abuela también estará allá, y ya sabes cómo es ella. Querrá interrogarlo a fondo. El pánico, que había estado acechando en un rincón, saltó sobre mí con todas sus fuerzas. La abuela Lila… La mujer cuyo detector de mentiras era más sofisticado que el del FBI. —Oh, no… no creo que su trabajo se lo permita, él es un hombre muy ocupado y… —Pues que se tome vacaciones —me cortó Susi, con una lógica aplastante—. Any, no tienes excusas. — Es mi boda. ¡Mi boda! Y toda la familia estará reunida por primera vez en años para Navidad. Así que convéncelo. Haz lo que tengas que hacer. Me dio un beso sonoro en la mejilla, abrió la puerta y se marchó, dejando tras de sí una estela de perfume floral y una bomba de tiempo a punto de estallar. Cerré la puerta y apoyé mi espalda contra ella, sintiendo cómo las piernas me flaqueaban caí sentada al piso. —¿Qué voy a hacer? —sollocé en voz alta. No tenía trabajo. No tenía novio. ¿Cómo demonios iba a presentarme en casa de mis padres con las manos vacías y el corazón roto? La abuela iba a comerme viva. El interrogatorio, las miradas de lástima, los “te lo dije” silenciosos… Iba a ser una masacre. El pánico me desarmó por completo. Me arrastré hasta el sofá dejándome caer de espaldas, clavé mis ojos en el techo sintiéndome absolutamente miserable. Cuando mi teléfono vibró sobre la mesa de centro. El nombre en la pantalla hizo que la sangre me hirviera. Adan. Dos semanas de silencio absoluto desde que lo eché de mi vida y de mi casa. Dos semanas en las que había llorado, maldecido y empezado a recoger los pedazos. ¿Y ahora llamaba? Contesté, con el veneno goteando de mi voz. —¿Qué quieres, Adan? —Que me perdones, Any —su voz era melosa, el tono que usaba cuando quería conseguir algo. —¿Perdonarte? ¿Perdonarte después de lo que me hiciste? ¿Crees que soy idiota? —Fue un estúpido error. Lo siento mucho, Any. Estaba estresado por el trabajo, bebí demasiado… — La letanía de excusas patéticas de siempre – siseé, con fastidioso. — Any, te quiero. Déjame volver a casa. Hablemos, mi amor. —¡No! ¡No volverás a pisar mi departamento mientras vivas, maldito infiel! Hubo una pausa. Luego, su tono cambió, volviéndose condescendiente. —Fue un error, sí. Pero admítelo Any, me necesitas. Tu hermana va a casarse, ¿no? La escuché hablar con su prometido fuera de tu edificio, cuando venía a intentar arreglar las cosas contigo… — Estaba tan feliz … Sé que necesitas a alguien para las fiestas. Me necesitas a mí, Any… A tu novio. No tienes a nadie más. Esa fue la gota que derramó el vaso. Su arrogancia. El descaro de usar mi humillación familiar como una palanca para volver a mi vida. Una furia blanca y cegadora se apoderó de mí. —¡Maldito cretino! —siseé—. Yo no te necesito para nada. Ya tengo a alguien que vaya conmigo a la boda de mi hermana. —¡Mientes! ¿Lo sé?—espetó, su confianza me provocaba asco… y furia. —No. No te miento —dije, y en ese instante, una idea loca, suicida y absolutamente brillante surgió de las profundidades de mi desesperación. El nombre salió de mis labios antes de que pudiera detenerlo—. Jack irá conmigo. Un silencio total se instaló al otro lado de la línea. Podía oír los engranajes girando en la mente de Adan. —¿Jack? ¿Te refieres a… a tu vecino? ¿JACK NIKOS? La sorpresa en su voz fue una pequeña victoria para mí. Jack Nikos no era un vecino cualquiera. Vivía en el penthouse, dos pisos por encima del mío. Era el tipo de hombre que parecía salido de la portada de una revista de finanzas. Alto, con cabello oscuro y ojos grises que parecían ver a través de ti. Siempre iba impecablemente vestido con trajes que costaban más que mi alquiler. Nuestra interacción total se limitaba a tres breves y memorables encuentros en el ascensor. El primero, cuando se me rompieron las bolsas del supermercado y una lluvia de naranjas rodó por el suelo. Él, sin decir palabra, se agachó y las recogió una por una, entregándomelas con una media sonrisa que me hizo olvidar cómo respirar. El segundo, una mañana en la que el ascensor se detuvo entre dos pisos durante diez largos minutos. Yo estaba a punto de un ataque de claustrofobia, y él simplemente se apoyó en la pared, tranquilo, y dijo con su voz profunda y resonante: “Respira. Solo es una máquina, ya funcionará”. El tercero, apenas la semana pasada, cuando entré al ascensor llorando en silencio después de mi despido. Él no dijo nada, pero cuando llegamos a mi piso, mantuvo la puerta abierta y me tendió un pañuelo de seda perfectamente doblado. “Mal día”, murmuró. Yo solo asentí y salí, encorvada como una anciana con su pañuelo de seda pegado a mi goteante nariz. Adan conocía mi tonta fascinación por el misterioso y apuesto vecino. Se había burlado de mí por ello. Me había dicho: “Ese tipo es inalcanzable” —Sí, ese Jack —confirmé, sintiendo una oleada de poder—. Y para que lo sepas… soy su amante. Colgué. Por un glorioso, embriagador instante, saboreé mi victoria. Imaginé la cara de Adan, su mandíbula apretada, su ego herido. ¡Fue magnífico! Luego, la realidad me golpeó como un tren de carga. —¡¿Te volviste loca, Any?! —me dije en voz alta, caminando en círculos por el salón. — ¿En qué estabas pensando al decirle algo semejante? Jack Nikos es un hombre atractivo, codiciado y… rico. — Estoy segura de que ni siquiera sabe mi nombre. Si le propones la idea de fingir ser tu amante …¡Va a pensar que eres una psicópata! La locura del momento no se disipó. Al contrario, se transformó. Se convirtió en un plan. Un plan terrible, demencial, pero el único que tenía. La desesperación me volvió una completa psicópata. O me volví completamente loca en un segundo. Porque me dirigí a mi habitación con una determinación que no había sentido en meses. Me solté el cabello, dejando que mis ondas cayeran sobre mis hombros. Busqué en mi armario y saqué “el vestido ideal”. Un vestido rojo, sencillo pero ceñido, que siempre me había dado confianza. Me puse un poco de rímel y un labial atrevido. Luego, me miré al espejo. No parecía una mujer al borde de un colapso nervioso. Parecía una mujer que sabía lo que quería. Algo que en realidad era una completa mentira. Pero mi apariencia hacía ver mi mentira, convincente. Con el corazón martilleándome en el pecho como un tambor, salí de mi apartamento y subí en el ascensor hasta el piso nueve, el penthouse de Jack Nikos. Cada número que se iluminaba era un paso más hacia el abismo de la humillación total. Toqué la puerta de madera oscura con una seguridad escalofriante que era pura actuación. Una actuación tan perfecta que sería galardonada con un Oscar. Esperé, conteniendo la respiración. De repente, la puerta se abrió. Y allí estaba él. Jack Nikos. Sin traje, esta vez. Llevaba unos pantalones de chándal grises y una camiseta negra que se ajustaba a sus hombros anchos. Estaba descalzo. Su cabello estaba ligeramente despeinado, y me di cuenta de que era aún más atractivo en modo “casual” que en modo “CEO”. Me miró, sus ojos grises registrando mi presencia, mi vestido, mi expresión decidida. No parecía sorprendido, solo… expectante. Abrí la boca, y las palabras que había ensayado mentalmente en el ascensor salieron atropelladamente, impulsadas por pura adrenalina. —Jack, sé que solo hemos hablado brevemente tres veces en el ascensor y que probablemente ni siquiera sabes mi nombre… — Pero quiero proponerte que te conviertas en mi amante y prometido falso durante las próximas dos semanas. Para la boda de mi hermana, que será en Nochebuena. Apenas terminé de hablar, cerré la boca de golpe. El silencio que siguió fue ensordecedor. Aterrante. Lo miré directamente a la cara, esperando cualquier cosa: una carcajada, una puerta cerrada en mi cara, una llamada a seguridad. Imaginé los peores escenarios en milisegundos. Su rostro, sin embargo, permaneció impasible, una máscara de neutralidad que me puso los nervios de punta. —¡¿Qué fue lo que hice?! —gritó mi cerebro—. ¡Debe creer que estoy loca! ¡Que soy una acosadora maníaca! Mis piernas empezaron a temblar, y sentí que mi corazón estaba a punto de salirse del pecho y huir escaleras abajo, dejando mi cuerpo atrás. Mis palabras se congelaron en mi garganta. Y para colmo, mis pies también. Estaba anclada frente a él, atrapada en el campo gravitatorio de mi propia y monumental estupidez. Esperando de él un estallido de insultos e improperios que sin duda merecía por mi demencial propuesta.