Mundo ficciónIniciar sesiónEl aire de la noche golpeaba el rostro de Celeste mientras se abría camino fuera del bosque. Llevaba al pequeño lobo herido en brazos, envuelto en su chaqueta de lana, protegiéndolo de los sobresaltos del camino. El animal estaba quieto y débil, y cada latido diminuto que sentía contra su pecho era un recordatorio silencioso de la fragilidad de la vida. Pero no era solo la preocupación por el lobo lo que la mantenía en vilo.
La imagen del otro lobo, el de ébano, un gigante silencioso con ojos de hielo azul, estaba grabada a fuego detrás de sus párpados. La cabaña que compartía con su hermano, una estructura sencilla de madera oscura y tejas gastadas, se levantaba a lo lejos, un faro de estabilidad en la orilla de un mundo que se sentía repentinamente más grande y más peligroso. Llegó a la puerta, y una ola de alivio la recorrió. Con la punta del pie empujó la puerta y entró en el calor acogedor del hogar. Un suave ronroneo en el fogón anunciaba el despertar de Tábata, la gata, que la miró con un par de ojos amarillos y curiosos. Celeste colocó al lobo en una manta junto al fuego, revisando la herida en la pata con el cuidado experto que había aprendido desde niña. Terminó de vendar al animal y se dejó caer en la vieja silla de madera, sintiendo el temblor que, por fin, le era permitido. "No fue un lobo normal," murmuró al aire, su voz rasposa. Cerró los ojos y la imagen regresó: esa quietud, esa observación. El lobo no había mirado como una bestia salvaje, sino como un hombre atrapado, conflictuado. Era una locura. ¿O no? Dejó de pensar y decidido comer algo antes de dormir. Su hermano no regresaría hasta la madrugada. Esa noche, la confusión se manifestó en el único lenguaje que la mente permitía cuando se sentía abrumada: los sueños. El bosque se extendía en una neblina eterna y plateada. Celeste caminaba descalza sobre la tierra húmeda, buscando algo que no podía nombrar. De repente, el aullido, el mismo de la noche anterior, desgarró el silencio. No era un lamento, sino una advertencia, una súplica. Corrió hacia el sonido y se encontró en un claro, bajo el inmenso disco rojo de la luna. Allí estaba él, el lobo de ébano, más grande que nunca, con el pelaje ondeando al viento. Sus ojos. Esos ojos eran el centro del universo onírico: azules, intensos, llenos de una amargura que le quemó el pecho. La miraban con una mezcla terrible de necesidad y rechazo. Se acercó, extendiendo una mano, y cuando la punta de sus dedos estaba a punto de rozar el pelaje, el lobo se deshizo en una lluvia de ceniza negra y un grito mudo. Celeste despertó con un jadeo, empapada en sudor frío. La luz de la mañana se filtraba por las rendijas de la ventana. Se levantó, el corazón latiéndole como un tambor tribal, y se dirigió a la cocina. —Buenos días, soñadora. Pareciera que has visto un fantasma —dijo su hermano, Elías, un hombre robusto con la misma calidez en la mirada que ella, pero con los pies mucho más firmes en la tierra. Estaba junto a la estufa, sirviendo café. Celeste se sirvió una taza. El calor le sentó bien. —Algo así. Fue una noche extraña, Elián. Encontré a este pequeño herido. —Señaló al lobo durmiendo junto al fuego. Elián lo observó por un momento. —Ya veo. Lo curarás, como siempre. —Hizo una pausa, revolviendo su café. Elián la miró fijamente. Había algo inusualmente serio en sus ojos. —Celeste, tenemos que hablar de algo importante. —¿Qué pasa? —Tu beca para la universidad en la ciudad está confirmada, y los documentos del apartamento están listos. Te vas la semana que viene. La noticia, a pesar de esperada, la golpeó con una fuerza tangible. Un nudo se formó en su garganta. Estudiar administración en la capital era su sueño, poder trabajar en una excelente empresa y sacar a su hermano de ese pueblo, pero dejar el bosque... dejar su lugar de nacimiento, la orilla salvaje que sentía como parte de sí misma, era una idea dolorosa. —¿Tan pronto? —murmuró, la voz apenas audible. —Ya no hay más retrasos. Es tu momento, Celeste. Vas a estudiar y a triunfar. Estoy orgulloso de ti. Celeste asintió, intentando forzar una sonrisa que no llegó a sus labios. Se acercó a él y le tomó las manos. —Lo sé. Pero Elías, por favor, prométeme algo. —Lo que sea. —Cuida de ellos. Elías suspiró suavemente. Entendía a quién se refería ella con "ellos": los lobos, los ciervos, las criaturas salvajes que poblaban el bosque que ella protegía de cualquier amenaza. —Lo haré, hermanita. Cuidaré de tu bosque y de todas tus criaturas hasta que vuelvas. Como si me fuera la vida en ello. Ahora, come algo. Tienes mucho que empacar. Mientras tanto, a kilómetros de distancia, la amargura y el cansancio eran una capa helada sobre el alma de Ethan Vólkov. El sol de la mañana ya estaba alto, pero apenas lograba penetrar el denso dosel del bosque donde se había ocultado. La forma de lobo se sentía como una jaula; aún no se atrevía a recuperar su forma humana. Estaba demasiado cerca del límite del pueblo, un lugar que, aunque remoto, era demasiado para arriesgarse a una transformación completa. Se había obligado a correr casi toda la noche, un tormento silencioso. La Luna Roja había dejado su rastro de poder ardiente en su sangre, y la única forma de mitigar el impulso de transformarse y atacar era canalizar esa energía en una carrera extenuante. Se acurrucó entre las raíces de un viejo roble, el olor a tierra mojada y a pino seco apenas logrando enmascarar su propio olor. La desesperación le picaba la garganta. Tenía que irse. El recuerdo de Celeste, arrodillada junto al lobo herido, era la última gota de veneno. Esa ternura desarmante, esos ojos verdes que no habían conocido el miedo... Si se quedaba un segundo más, la pondría en peligro. Sus perseguidores, los licántropos y los cazadores, eran implacables. Y la presencia de una anomalía tan poderosa como él atraía el caos como la miel a las moscas. Escuchó a lo lejos el sonido de un río. Agua. Necesitaba agua, y luego, moverse. Tenía que poner kilómetros de distancia entre él y ella. No por él, sino por el bien de esa inocencia que había encontrado. Reptó fuera de su escondite y se dirigió hacia el sonido del agua, moviéndose a rastras. Al llegar al río, bebió el agua helada con avidez, sintiendo cómo se congelaba el nudo de tensión en su pecho. Fue entonces cuando lo olió. Un aroma familiar. No necesito ponerte en posición de ataque, ya sabía quién era. —Hasta que te encanto, ahijado. —Hablo alguien saliendo des un árbol. Ethan levantó la cabeza y un lobo gris de ojos amarillo apareció frente a él. —¿Cómo llegaste hasta aquí? —No es difícil encontrar tu olor a peligro, por algo tus enemigos siempre te encuentran. —¿A dónde vamos está vez? —pregunto Ethan, resignado. —Ya no tendrás un hogar fijo, tienes dos empresas en dos ciudades diferentes. Así te mantienes en movimiento. —Gracias padrino. —No des las gracias, mejor ya vayamos a casa. La distancia se hizo su única aliada. El olor a tierra húmeda y jazmín silvestre se desvaneció tras él, y el eco de su carrera silenciosa se perdió entre los pinos. El bosque volvía a ser un testigo mudo de su exilio autoimpuesto. Ethan Vólkov se había ido. El destino, caprichoso y cruel, había entrelazado sus vidas, y la partida de Ethan era solo el preludio de la tormenta.






