Capitulo 4

El sol se había rendido ante la noche. El cielo sobre el bosque era de un azul oscuro y aterciopelado, salpicado por una capa de estrellas indiferentes. En el pueblo, una leve neblina tejía su camino entre las casas de madera, y el silencio de la noche solo se rompía por el murmullo distante del río y el suave crujir de las brasas.

Celeste, sin embargo, no estaba en casa. Estaba en el lindero.

Se había puesto su capa más gruesa, la lana burda picándole la piel, y llevaba una linterna de mano cuyo débil haz temblaba con cada paso. El aire era gélido, mucho más frío que la noche anterior, y el olor de la tierra húmeda, agujas de pino y un sutil regusto a humo era abrumador.

No podía irse sin intentarlo una última vez.

La mente de Celeste se había convertido en un campo de batalla desde su encuentro con aquel ser, ese licántropo de pelaje negro como el ébano y ojos azules que la habían mirado con una mezcla tan cruda de dolor y pánico. El recuerdo de sus zarpas rozando su piel, la tensión de sus músculos bajo el pelo... no era la imagen de un monstruo sediento, sino de un animal acorralado.

Había mentido a su hermano. Le había dicho que iba a buscar las hierbas medicinales de última hora que le harían falta en la ciudad, pero la verdad era que la impulsaba una necesidad irracional de encontrar una señal, una prueba de que aquel encuentro había sido real y que él, el ‘Lobo maldito’, estaba a salvo.

Se adentró en la espesura del bosque, pasando junto al roble antiguo donde habían compartido ese breve, peligroso silencio. La hojarasca seca crujía bajo sus botas, un sonido que le pareció absurdamente fuerte en la inmensidad de la noche.

—¿Estás aquí? —murmuró, su voz apenas un susurro que el viento se llevó.

No esperaba una respuesta.

A medida que avanzaba, el olor de la vegetación comenzó a ser invadido por algo más denso, más perturbador. Un hedor metálico y dulzón que hizo que se le revolviera el estómago: sangre. Y debajo, el rancio perfume almizclado y feroz que solo la presencia de un depredador mayor podía dejar.

Celeste levantó la linterna y enfocó el haz en el suelo. Su corazón latió con una fuerza sorda en su garganta.

No eran simples rastros. Era un caos.

El suelo estaba rasgado. La tierra negra estaba removida con una violencia que superaba el simple paso de un animal. Había mechones de pelo grueso, negro, atrapados en los arbustos bajos, y a pocos metros, un rastro más macabro: una liebre yaciendo, el cuello roto, sin ser consumida. Solo mordida, dejada allí.

Siguió los signos con una náusea creciente. El rastro continuaba por varios metros, la evidencia de una lucha unilateral. Luego, la tierra volvía a estar intacta, salvo por unas marcas profundas, demasiado grandes para cualquier lobo conocido, que terminaban abruptamente al pie de un acantilado bajo, como si la criatura hubiera saltado o, peor aún, se hubiera desvanecido.

El Lobo se había ido. Y se había ido de prisa.

El aire, antes solo fresco, ahora le picaba los ojos con el acre hedor de la violencia recién cometida. La liebre no era la única víctima; había restos de plumas y pequeños huesos dispersos, indicando que el lobo negro había estado cazando, o luchando, en un frenesí desesperado.

Un escalofrío que nada tenía que ver con el frío la recorrió. No había encontrado paz ni rastro de él, sino la huella de una furia descontrolada.

Celeste se arrodilló sobre la tierra, sus dedos enguantados tocando el pelo negro de ébano que se había aferrado a una zarza. La textura era áspera, casi como alambre, y la imagen del temblor bajo ese pelaje inundó su mente.

—Lobo de ojos azules... —susurró perdiendo las esperanzas de verlo.

Se puso de pie, mirando hacia el cielo, donde la luna gibosa, aunque no llena, ejercía su dominación silenciosa. El manto de estrellas parecía burlarse de su impotencia. Cerró los ojos, el dolor en el pecho era tan agudo como el filo de una navaja.

—Luna, —suplicó en un susurro grave, una plegaria pagana al poder de la noche—. Por favor, a la criatura de los ojos azules y el pelaje negro, protégelo. Que encuentre un lugar donde no haya cuchillos ni hombres que quieran verlo muerto. Que no tenga que seguir huyendo.

El único eco fue el chirrido de un grillo.

Se dio la vuelta, el corazón pesado como una piedra. La ausencia del lobo, la evidencia de su huida desesperada, era la única respuesta que obtendría.

El regreso a la cabaña fue un recorrido de diez minutos que a Celeste le pareció una eternidad. Cada paso era una despedida de la única verdad que había conocido: el bosque, el olor a tierra, la tranquila rutina con su hermano.

Cuando abrió la pesada puerta de madera, el aroma cálido y reconfortante de la sopa de cebada y el aceite de linaza (con el que su hermano estaba tratando las maderas) la golpeó, tirando de ella desde el terror del bosque hacia la seguridad del hogar.

Su hermano, Elián, estaba arrodillado frente a una maleta de cuero gastada sobre la mesa. Elián era dos años mayor, con el mismo cabello oscuro, pero sus ojos eran de un marrón terroso, tranquilos y pacientes. Su rostro, en este momento, mostraba una mezcla de alivio y una preocupación apenas contenida.

—Tardaste. Estaba a punto de ponerme las botas —dijo Elián, sin mirarla, concentrado en abrochar las correas de la maleta. Su voz era firme, pero la tensión se percibía en la forma en que manipulaba el cuero.

Celeste colgó la capa en el perchero, el contacto de la fría lana con la madera liberando un sutil olor a humedad.

—Elián, solo estaba... recogiendo las últimas bayas secas. Ya sabes. Necesitaré vitamina C en la ciudad.

Elián hizo un sonido de desaprobación con la lengua. Se levantó y se giró hacia ella, sus manos se posaron suavemente sobre sus hombros. La luz de la lámpara de aceite proyectaba un cálido resplandor en su rostro.

—No me mientas, Celeste. El hedor a sangre... aún está en tu capa. Y tú ojos muestran tristeza.

Celeste evitó su mirada, y el rostro se le encendió con un calor traicionero.

—Estoy asustada de irme, eso es todo. Es un viaje largo.

Él la obligó a mirarlo, sus ojos marrones llenos de una seriedad inquebrantable.

—No estás asustada por el viaje. Estás triste de irte y dejar todo lo que amas.

Señaló la maleta y la bolsa de lona que ya estaba al lado de la puerta, con una dureza en el rostro que rara vez usaba con ella.

—Todo está listo. La maleta tiene tu ropa, los libros que querías y mis ahorros. Los suficientes para un par de meses. La diligencia sale con las primeras luces. Vas a irte con ella, a la capital, a la Universidad, como siempre soñaste. Aquí ya no es seguro.

Las palabras de Elián no eran una sugerencia, eran una orden protectora. Celeste sintió cómo la tensión en su cuerpo se disolvía ligeramente. Si los cazadores se habían ido, quizá su plegaria a la luna había sido escuchada.

—¿Te quedarás? —preguntó ella, la voz rota por la emoción.

—Sí. Tengo que quedarme. Esta es mi casa, y no puedo dejarla —dijo Elián, tomando su rostro entre sus manos—. No te preocupes por mí.

Elián hizo una pausa, y su expresión se suavizó en una sonrisa melancólica.

—Ahora, vamos a cenar. Luego, intenta dormir. Mañana, dejarás estas montañas. Es hora de que dejes la aldea y el bosque atrás, mi pequeña. La vida te espera, y es mucho mejor que los monstruos que rondan por aquí.

Celeste asintió, incapaz de hablar. Se sentó a la mesa, el olor de la sopa caliente llenando sus fosas nasales. Mientras Elián servía, ella echó un último vistazo a la ventana, a la oscuridad impenetrable del bosque.

El lobo negro se había ido. Los cazadores se habían ido. Una calma antinatural había caído sobre el valle.

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