El aire en la guarida era pesado y denso, saturado con el acre perfume de pólvora, cuero y un rancio olor a sangre seca que el tiempo no lograba disipar.La cabaña, lejos de ser un refugio acogedor, era una fortaleza construida a la inversa: paredes de piedra bruta, ventanas selladas con barrotes de hierro y una única puerta de roble macizo, diseñada para mantener a las bestias afuera, o a la bestia que la ocupaba, dentro.El calor de la chimenea no conseguía aplacar el escalofrío que corría por la espina dorsal de Kaelen. Él no estaba allí. No por el frío, sino por la furia.Kaelen Vance era un hombre que se había dedicado a la caza de licántropos y otras aberraciones del folclore con una devoción casi religiosa. Su rostro, marcado por cicatrices pálidas que cruzaban su barbilla y ceja, era un mapa de viejas batallas. En sus ojos, de un gris tormentoso, no había ya rastro de juventud, solo la frialdad implacable de quien ha visto demasiado odio.Estaba de pie frente a un mapa antiguo
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