El anuncio del compromiso había explotado como una bomba entre las élites. Y mientras los medios especulaban, Sara vivía dentro de la mansión Sinclair como si caminara por un campo minado.
No podía darse el lujo de fallar.
Scott no se lo había pedido con palabras, pero lo había dejado claro con su actitud: su futuro —y el del bebé— dependía de que este compromiso pareciera perfecto.
Desde temprano, el mayordomo, el asistente y un par de institutrices de etiqueta la rodeaban como si fuera una pieza frágil de porcelana que intentaban pulir a toda velocidad.
—La barbilla un poco más alta, señorita Sara.
—No es inclinarse, es asentir suavemente.
—No debe extender toda la mano; solo los dedos.
—Evite sonreír demasiado; parecerá desesperada por agradar.
Sara se esforzaba, pero a ratos quería arrancarse los zapatos y salir corriendo por los jardines.
Scott la observaba desde la distancia varias veces al día, sin interrumpir, sin decir nada… pero con los ojos llenos de una mezcla extraña: ate