Mundo ficciónIniciar sesión
El hospital Saint Mary’s estaba cubierto por una lluvia ligera, de esa que parecía envolverlo todo en un gris suave y persistente. En la sala de espera, las luces blancas zumbaban sobre las cabezas de pacientes y acompañantes que esperaban turno.
Sara Carter apretaba el borde del sobre de sus análisis como si dependiera de él para no desmoronarse. Llevaba un abrigo beige y el cabello recogido en un moño descuidado que dejaba escapar algunos mechones. Había aprendido a no llamar la atención; en Londres, la gente iba demasiado rápido como para notar a una mujer solitaria en una sala de hospital.
Pero por dentro, Sara no podía dejar de temblar.
Era su segunda ecografía. El bebé ya tenía tres meses. Y aunque había intentado convencerse de que podía hacerlo sola, la realidad la abrumaba.
Su madre vivía fuera del país, su padre había muerto cuando era niña, y el Henry, su exnovio que debía estar a su lado… simplemente desapareció cuando se enteró del embarazo.
Recordó el mensaje que él le había enviado semanas atrás: No puedo con esto. Lo siento.
Solo cinco palabras. Cinco palabras que la habían dejado con un vacío que ningún doctor podía medir.
—Señora Carter —la llamó una enfermera desde la puerta—, puede pasar.
Sara se puso de pie con un movimiento torpe, una mano en el vientre y la otra aferrada a su bolso. Caminó por el pasillo blanco, tratando de no mirar los rostros ajenos. El eco de sus pasos se mezclaba con el sonido de los monitores y el olor a desinfectante.
Justo cuando la enfermera abrió la puerta del consultorio, alguien más entró en el pasillo. Un hombre, alto, traje gris oscuro, el abrigo mojado por la llovizna. Sujetaba el móvil contra la oreja, hablando con voz baja y controlada.
—Edward, no puedo ir a la reunión —decía, con acento británico marcado—. Mi papá no mejora, y los abogados siguen presionando con el testamento. No puedo fingir que todo está bien.
Colgó con un suspiro y se pasó una mano por el cabello. Sus ojos azules, cansados, se alzaron apenas cuando la enfermera lo llamó.
—¿Señor Valmont? —preguntó ella.
Él asintió, distraído.
—Sí, soy yo.
—Perfecto, puede pasar. Su esposa lo está esperando en el ultrasonido.
Scott Valmont se quedó inmóvil.
—¿Mi qué? —murmuró.
Pero antes de que pudiera aclarar algo, la enfermera sonrió amablemente y lo empujó hacia la puerta.
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Sara, ya recostada en la camilla, giró la cabeza cuando el hombre entró. Por un segundo, ninguno dijo nada. Solo se miraron, confundidos, como si el universo les hubiera jugado una mala broma.
—¿Quién es usted? —preguntó ella, incorporándose un poco.
—Eso mismo me pregunto yo —replicó él, con un tono tan elegante como impaciente.
La doctora, una mujer de cabello canoso y sonrisa amable, ni siquiera notó la tensión.
—Excelente, ya están los dos —dijo mientras ajustaba la máquina del ultrasonido—. Será un momento, podrán ver al bebé en pantalla.
Sara abrió la boca para explicar el malentendido, pero la doctora ya había aplicado el gel frío sobre su vientre.
Y entonces, un sonido suave llenó la habitación.
Un latido.
Un tambor rítmico, constante, vivo.
Scott se quedó quieto. No sabía por qué no apartaba la mirada de la pantalla, de ese pequeño punto que latía con fuerza. No tenía idea de quién era esa mujer, ni por qué estaba allí, pero algo en aquel sonido lo dejó sin aire.
Sara también estaba inmóvil. Había esperado ese momento con ilusión y miedo. Pero escuchar el corazón de su bebé la desarmó.
Sin pensarlo, sus ojos se humedecieron.
La doctora sonrió.
—Ahí está, fuerte y sano.
Scott tragó saliva. Su propia respiración se volvió más lenta. Aquella desconocida, tan vulnerable y al mismo tiempo tan serena, tenía una fuerza que no comprendía.
—¿Es su primer hijo? —preguntó la doctora, sin levantar la vista.
Sara asintió con un hilo de voz.
—Sí.
Scott abrió la boca para aclarar que no tenía nada que ver con eso, pero la doctora ya estaba imprimiendo las imágenes. Y en el fondo, una parte de él no quiso romper ese instante.
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Cuando salieron del consultorio, la enfermera se disculpó por la confusión, aunque sin comprender del todo cómo había ocurrido.
—Lo siento, señor Valmont, debió haber sido un error de registro —dijo con las mejillas rojas recordando el apellido que la enfermera murmuró.
Scott solo asintió, serio, mientras Sara tomaba sus resultados y se alejaba por el pasillo. Ella se movía con prisa, intentando desaparecer. Pero justo cuando cruzó las puertas de vidrio del hospital, un destello la cegó.
Un fotógrafo. Scott lo notó también. Había varios periodistas afuera, refugiados bajo paraguas.
El apellido Valmont era demasiado conocido: su familia poseía una de las compañías más influyentes del Reino Unido, Valmont Industries, con sede en Canary Wharf. Desde la enfermedad de su padre, la prensa no le daba tregua.
—¡Señor Valmont! —gritó uno de los reporteros—. ¿Es cierto que va a ser padre?
Sara se giró, confundida, justo cuando Scott levantaba una mano para cubrirse el rostro.
—¿Qué? No, esperen… —intentó decir, pero ya era tarde. Las cámaras destellaban una tras otra, capturando el momento en que él se acercaba a ella para sacarla de allí.
Por reflejo, Scott la tomó del brazo y la guió hasta su coche, un Aston Martin negro aparcado cerca de la entrada.
—Suba —le dijo, con tono firme.
—No, no tengo por qué—
—Si se queda aquí, mañana su cara estará en todos los periódicos —replicó él, abriendo la puerta.
Sara dudó un segundo, pero el ruido de los flashes la hizo ceder.
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El coche avanzó por las calles lluviosas de Londres. Durante varios minutos, ninguno habló. Solo se oía el golpeteo del agua contra el parabrisas y el zumbido del motor.
Sara miraba por la ventana, nerviosa. No podía creer lo que acababa de pasar. Scott, al volante, respiraba hondo. No era la primera vez que los paparazzi lo seguían, pero sí la primera que lo vinculaban con alguien. Y menos con una mujer embarazada.
—Lo siento —dijo ella finalmente—. No sabía quién era usted ni por qué lo confundieron conmigo.
Él soltó una risa breve, sin humor.
—No tiene nada que disculpar. Usted no tiene la culpa de que mi apellido sea un imán para la prensa.
—Aun así… —Sara bajó la mirada—, espero que no le cause problemas.
Scott la observó de reojo. Había algo en su voz, una mezcla de educación y humildad, que no era común.
Sus manos eran pequeñas, y las tenía entrelazadas sobre su regazo.
—¿Está bien? —preguntó él, sin saber por qué se preocupaba.
—Sí. Solo... fue demasiado para un día normal.
Él asintió, sin añadir nada. No estaba acostumbrado a conversaciones que no fueran sobre contratos, juntas o inversiones.
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Cuando el coche se detuvo frente a un pequeño edificio en Notting Hill, Sara se volvió hacia él.
—Gracias por traerme —dijo, abriendo la puerta.
—Espere —Scott la detuvo—. Mañana la prensa puede buscarla.
—No creo que me encuentren. No saben quién soy.
Él apretó la mandíbula.
—No subestime su curiosidad.
Sara asintió apenas. No tenía fuerzas para discutir.
—No se preocupe, señor Valmont. No diré nada.
Sus miradas se cruzaron un instante. Él quiso responder, pero algo lo detuvo. Había una sinceridad en sus ojos marrones que no encontraba ni en las reuniones de su empresa ni en las fiestas de su círculo social.
—Tenga cuidado, señorita —dijo al fin, antes de verla desaparecer bajo la lluvia.
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Esa noche, Sara preparó una taza de té mientras el pequeño televisor del apartamento iluminaba la sala. Se quitó los zapatos, se acomodó en el sofá y trató de convencerse de que todo pasaría.
No era nadie importante.
Los medios olvidarían ese momento. Pero cuando el noticiero de las diez cambió de segmento, el corazón se le detuvo.
En la pantalla apareció una fotografía: ella saliendo del hospital, el abrigo beige pegado a su cuerpo por la lluvia, y Scott Valmont a su lado, protegiéndola de los flashes.
El titular decía:
“Scott Valmont, el heredero más codiciado de Londres, sorprende al mundo con su futura paternidad.”
Sara se llevó una mano a la boca. El té se enfrió sobre la mesa. Y por primera vez, entendió que su vida, hasta ese momento ordinaria, acababa de cambiar para siempre.
En ese mismo instante, en el piso cincuenta del Valmont Tower, Scott observaba la misma noticia en su televisión. La imagen lo mostraba con una expresión que no recordaba haber tenido: protectora. Su asistente, Edward, estaba al teléfono, casi gritando.
—Scott, las redes están ardiendo. Dicen que tienes una esposa secreta y que esperas un hijo. ¿Qué diablos pasó?
Scott no respondió de inmediato. Seguía mirando la foto. Aquella mujer... Sara. No sabía nada de ella, pero algo en su mirada le había resultado imposible de olvidar.
—Consígueme su nombre completo —dijo, al fin, con voz baja. Edward se quedó en silencio.
—¿Qué vas a hacer?
Scott apagó la pantalla, sin apartar la vista del reflejo del televisor oscuro.
—Lo que sea necesario para arreglar esto.
Y aunque lo dijo con frialdad, una parte de él sabía que lo que acababa de comenzar no tenía arreglo posible.
Solo destino.







