Los pasos de ese lobo resonaban entre los árboles como truenos lejanos, cada vez más cercanos.
Esla los reconoció.
No necesitaba verlo.
Sabía que era Thornen.
Aunque fuese un beta… aunque hubiese sido leal al Alfa por años, incluso los más disciplinados podían sucumbir ante la fuerza abrumadora de un celo tan potente.
Y el suyo no era cualquier celo.
Ella era una loba dorada.
Una rareza. Una promesa genética. Un imán salvaje para el deseo instintivo.
Esla jadeaba. Sus patas apenas respondían. El aire le quemaba los pulmones.
Ya no podía seguir corriendo.
Su cuerpo, embriagado por el calor del celo, no le obedecía.
Era prisionera de su propia biología.
A lo lejos, el viento trajo consigo otro sonido: ramas quebrándose. Hojas moviéndose.
Y supo que él se acercaba.
Fue entonces que la vio: una grieta entre las rocas. Una cueva oculta por enredaderas.
Un refugio.
Sin pensarlo dos veces, se adentró en la oscuridad, arrastrando su cuerpo tembloroso al interior.
El lugar estaba húmedo, frío