La tierra vibraba bajo las pisadas firmes de la manada Golden, flanqueada por Elara y Jarek al frente, con el ejército de Rosso marchando detrás, decididos, unidos por un mismo propósito: regresar a casa, restaurar el orden, sanar las heridas.
Estaban cerca.
Rosso se alzaba en el horizonte, pero algo no encajaba.
El silencio era antinatural.
No se oía el canto de los cuervos sobre las torres, ni las trompetas de los centinelas.
Solo el viento.
De pronto, a la distancia, divisaron a varios guardias del palacio. Venían apresurados por el mismo camino, la ropa hecha jirones, cubiertos de polvo y ceniza, con el rostro pálido como si hubieran visto a la mismísima muerte.
Jarek alzó la mano, ordenando detener la marcha.
Los dos grupos se encontraron frente a frente.
El aire se llenó de tensión.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Jarek, su voz dura, con una nota de alarma.
Los guardias se miraron entre sí, inseguros, como si ninguno quisiera ser el primero en pronunciar las palabras.
Uno de ellos,