—¡No es verdad, Su Majestad! —la voz de Bea resonó en la sala como un eco desesperado, cargada de súplica y miedo.
—¡Cállate, Bea! —la cortó el rey con un rugido que heló la sangre de todos los presentes.
Los ojos de Crystol, ardientes como brasas, se clavaron en aquel lobo salvaje que se había atrevido a desafiarle. Su expresión era de furia contenida, de soberanía herida.
—¡Mátenlo! —ordenó sin titubeos.
El hombre fue arrastrado a la fuerza. Gritaba, suplicaba clemencia, imploraba con una voz desgarrada que se quebraba entre sollozos. Pero nadie le escuchó. Nadie osó interceder. La voluntad del rey era ley, y la ley no se cuestionaba.
Crystol giró entonces la cabeza hacia su hijo. Lo miró con un dolor contenido, como si la corona pesara de pronto mil veces más sobre su frente.
—Hester… lo siento… —murmuró, y extendió su mano, posándola con ternura en el hombro de su primogénito.
El joven bajó la cabeza en una reverencia que escondía más que respeto: escondía resignación, impotencia,