Aitana
La caída en picada de las acciones de Belmonte Corp. fue dramática. En menos de 48 horas, la compañía perdió casi la mitad de su valor. Los accionistas, aterrorizados por la revelación de la traición de Arturo Belmonte y la consecuente inestabilidad del holding, exigieron cabezas. La mía y la de Sebastián.
Pero el caos era nuestro hábitat natural.
Sebastián convocó a una junta de emergencia al amanecer. La sala de conferencias estaba lejos de ser la de la victoria; era un campo de batalla. Los directivos estaban furiosos y asustados.
—¡Sebastián! ¡Tienes que renunciar! —gritó un anciano director de finanzas—. ¡Tu apellido es veneno ahora mismo!
—¿Y quién propones que tome el control? —dijo Sebastián, con una calma glacial—. ¿Alguien sin el conocimiento interno de la patente B5? Si lo hacen, Lina Durán nos demanda, y la compañía se pulveriza. Yo soy el único que tiene la confianza de Lina.
—¡Y tu esposa, la hija de un espía, tiene la mitad de la empresa! ¡Es un riesgo! —intervi