Una sombra surgió de la oscuridad.
Era un guardián de magia rota. Una criatura hecha de huesos y humo.
Avanzó hacia ella con un rugido.
Elena no retrocedió.
Alzó una mano y liberó el fuego desde su pecho, sin contenerlo.
La criatura gritó al arder, pero no desapareció. Se dividió.
—No basta con quemar lo que está maldito —susurró una voz dentro de ella—. Debes purificarlo.
Elena entrecerró los ojos.
Llamó al fuego más profundo, al que no había usado nunca.
Y esta vez, no era rojo. Ni azul.
Era dorado.
Las llamas envolvieron a la criatura y la transformaron en polvo luminoso.
El silencio volvió.
En la siguiente cámara, Lucía estaba tendida sobre una losa de piedra, aún viva, aunque débil.
Amadeo estaba a su lado, de rodillas, encadenado por grilletes de plata mágica.
—¡Elena! —gritó Lucía al verla, despertando de golpe.
—Estoy aquí —dijo Elena, cruzando la sala—. Y esta vez… nadie nos separará.
Sus llamas envolvieron las cadenas de Amadeo, derritiéndolas como si fueran