La lluvia caía suave sobre las montañas del norte, como si el cielo pidiera perdón por llegar tarde. Pero Nyara no sentía el frío. Sentada en lo alto de la torre, con la capa empapada pegada al cuerpo, dejaba que el agua corriera por su rostro como si intentara borrar los años, las decisiones, la sangre.
La piedra bajo sus pies estaba resquebrajada. Como ella.
Maelis.
El nombre flotó en su mente como un susurro. Y por primera vez en mucho tiempo… no lo ahogó.
A veces, la recordaba riendo. Otras, temblando. Esa niña de ojos grises que soñaba con cambiar el mundo y que terminó cayendo en la grieta del mismo abismo que Nyara había cavado con sus propias manos.
Su hija. Su maldita hija.
Su mayor debilidad.
Cerró los ojos. Y el recuerdo volvió con una claridad que le dolió.
—¿Tú me habrías matado, madre? —preguntó Maelis aquella noche.
Era tarde. Habían discutido. Otra vez.
Maelis, tan parecida a ella, pero con el alma aún intacta, la desafiaba constantemente. La odiaba. La amaba.
Y Nyara…