—Puedes marcharte, Munira. Te llamaré si necesito algo, no te preocupes.
La doncella se mantuvo de pie en el centro de la gran biblioteca, titubeando frente a la idea de dejar a su Señora a solas con Zhadli. Aún no confiaba en aquel misterioso Mago y sabía muy bien que sus instintos no solían fallar, llevaba la percepción en su sangre. Algo en esa fachada de anciano inocente no terminaba de convencerla. Finalmente, se resignó ante la mirada insistente de Zarah. No quería ser desobediente con su Señora y, aunque aún recelosa, terminó por marcharse de la biblioteca.
—No le agrado ni siquiera un poquito —afirmó Zhadli con tono burlón y una suave sonrisa en sus labios.
—¿Te extraña? No fue amable aquello que hiciste en el Concilio, Mago. La expusiste frente a su hermano y frente a todos nosotros, aún sabiendo que las tradiciones de su gente sólo se transmiten entre mujeres. Además fuiste cruel con ella al hablar así de su madre. Tiene buenas razones para despreciarte.
—¿Cree usted que su