La mansión Langley amaneció silenciosa … hasta que, desde el baño, se oyó el sonido inequívoco de un hombre sufriendo.
—¡Aaaaaaah! ¡Voy a morir! —gritó Christopher, abrazado al inodoro como si fuera su única tabla de salvación.
Ryan, que había pasado la noche ahí después de una ronda de tragos (con más penas que risas), se acercó a la puerta medio dormido, con una taza de café.
—¿Otra vez vomitando? ¿Qué comiste anoche, un mapache?
—¡No lo sé, hermano! ¡No lo sé! —gimió Christopher—. Me mareo, me dan náuseas con el olor del café… ¡del café, Ryan!
Ryan frunció el ceño, levantó la taza y la olfateó.
—¿No será que estás…? —se detuvo, pensándolo—. No, no, tú no puedes estar embarazado, ¿verdad?
—¡Cállate, imbécil! —le gritó desde el piso—. No es gracioso. Tengo antojo de mango con mostaza desde ayer, ¡y detesto el mango!
Ryan se echó a reír.
—Te lo juro, Christopher, si me dices que lloraste viendo una propaganda de pañales, te llevo al hospital ahora mismo.
—¡No me mires así! —se defendi