El sonido del portazo aún resonaba en las paredes del despacho cuando Michael bajó corriendo las escaleras. El pecho le ardía. No era ansiedad, no era miedo. Era algo más profundo. Algo que le carcomía por dentro; desesperación.
—¿Elizabeth? —gritó al vacío—. ¡Elizabeth!
Silencio.
El eco de su voz rebotó en el mármol. El reloj marcaba las 8:17. Afuera, los pájaros apenas empezaban a cantar. El día era demasiado tranquilo para el caos que se desataba en su interior: sentía que le faltaba el aliento, que si corazón se estaba agrietando lentamente y que el alma salía de su cuerpo.
Corrió hacia la entrada. Las puertas estaban entreabiertas. El aire matutino golpeó su rostro, pero no lo despertó de la pesadilla que ya era real.
—¡Carlos! —gritó, alzando la voz mientras bajaba los escalones de piedra del pórtico—. ¡Carlos!
Uno de los guardaespaldas se giró de inmediato, limpiándose las manos con un trapo.
—¿Sí, señor Miller?
Michael llegó hasta él jadeando.
—¿Qué auto se llevó Eliz