Los días habían pasado como si estuvieran corriendo un maratón.
Christopher mismo había dado la orden de captura en contra de su madre. No hubo dudas, no hubo titubeos: Nora debía pagar. Las pruebas eran suficientes, las palabras de Austin lo habían confirmado, y su propia conciencia le exigía justicia.
Pero mientras él se aferraba a la frialdad que exigía la venganza, Austin movía sus propias piezas. El anciano, curtido por años de sombras y guerra, no era un santo. Su voz resonaba con la dureza del acero cuando dio la orden que se expandió como pólvora: quería la cabeza de Nora, viva o muerta. No importaba el precio. No importaba el lugar. La mujer que había destruido todo lo que amaba debía desaparecer.
Y sin embargo… Austin no fue igual de implacable con Alexander.
Del hijo de Nora, del hombre que había sido cómplice en la traición, solo pidió una cosa: cárcel. “Es lo único que me queda de mi hijo”, había dicho con voz grave, la mirada perdida en un recuerdo que le dolía más que c