Las gotas de lluvia golpeaban el ventanal de cristal, trayendo consigo un delicioso olor a tierra mojada. Christopher estaba sentado junto a su escritorio. Su mano derecha sostenía una taza de capuchino humeante y su mano izquierda sostenía un lápiz con el que jugueteaba, tratando de liberar la tensión que había crecido en sus hombros repentinamente.
—Señor, aquí está el hombre que mandó a llamar —dijo la secretaria asomándose por la puerta.
—Hazlo pasar de inmediato —respondió Langley, acomodando su corbata con un gesto autoritario.
Un hombre de más de cincuenta años, con un bigote pintado de blanco, entró a la oficina.
«Era un detective privado».
Christopher enseguida se puso de pie y tomó la mano del sujeto que lo miraba con respeto y, tal vez, con un poco de nervios.
—Señor Langley, ¿para qué soy bueno? —preguntó con entusiasmo.
—Necesito que investigues a alguien —respondió el pelinegro de inmediato, sacándose una fotografía de Alisson del bolsillo y entregándosela al dete