El auto negro se detuvo frente a la mansión Campbell horas más tarde. La fachada imponente, bañada por la luz de los faroles, parecía más fría que nunca. Ryan bajó primero, rodeó el vehículo y abrió la puerta para que Julie y Samuel descendieran. El pequeño se aferraba al cuello de su madre, observando con ojos grandes y curiosos todo a su alrededor.
Apenas pusieron un pie en el vestíbulo, la voz grave y cargada de rabia de su padre retumbó en el aire.
—¿Se te ha metido un demonio en la cabeza? —bramó el señor Campbell, caminando hacia él con el ceño fruncido y el rostro enrojecido—. ¡Dejaste a una mujer en el altar! ¡En medio de una boda pública! ¡Tu apellido es ahora el chiste favorito de todo Nueva York!
El eco de sus palabras llenó la estancia. Julie sintió cómo Samuel se removía inquieto en sus brazos, y Ryan, sin apartar la mirada de su padre, le hizo una seña para que ella se mantuviera al margen.
—No me importa lo que digan —respondió Ryan, con un tono frío y calculado—. No me