Ryan Campbell no respiró. Literalmente se olvidó de hacerlo. El adorno seguía rodando por la alfombra, ignorado, mientras sus ojos viajaban —sin permiso pero sin remordimiento— por cada maldita curva que Julie acababa de revelar sin querer.
Y madre santa… ¿qué había hecho bien en su vida para ver esa escena?
El tiempo se congeló.
Sus pupilas se dilataron.
Y si antes tenía una erección… ahora tenía un problema legal.
Julie estaba de pie, desnuda, con las manos sobre la boca y los ojos más abiertos que la puerta del infierno. Su piel estaba húmeda, salpicada de gotas como si acabara de salir del océano. Sus senos, llenos, firmes, desafiaban la gravedad y la lógica. Su cintura era suave, real, deseable. Sus caderas, amplias y redondas, lo hacían querer perderse ahí como si fueran coordenadas secretas. Y sus muslos… Dios, sus muslos. Firmes, torneados, con un pequeño espacio entre ellos que su imaginación ya estaba colonizando como un invasor con malas intenciones.
Y su cabello rubio