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El aire del salón olía a gardenias y a una hipocresía tan densa que se podía masticar. Lauren sentía el tacón de aguja enterrándose en la alfombra roja, una extensión de su propia ansiedad. Bajo la seda negra del vestido de su hermana, su piel gritaba. No era su talla, no era su estilo, no era su vida. Pero era su condena.
Apretó el embrague de seda contra su costado, sintiendo el sudor frío en las palmas. Cuando cruzó el umbral del salón principal de la mansión Rosewood, el sonido del piano y el tintineo de los diamantes se detuvieron como si alguien hubiera cortado el oxígeno. No fue un silencio de admiración. Fue un vacío de puro odio. Lauren vio a una mujer de unos cincuenta años bajar su copa de champán con un gesto de asco tan evidente que Lauren quiso cubrirse la cara. Los murmullos empezaron como el siseo de una serpiente que despierta. "¿Tiene el descaro de volver?", escuchó a su derecha. "Mírala, fingiendo que no quemó todo a su paso antes de huir", masculló un hombre de traje gris. Lauren tragó saliva. Sus pies seguían moviéndose, pero su mente estaba a kilómetros de allí, en la pequeña cabaña de su padre donde la música no dolía. Aquí, cada mirada era una piedra. Rebecca no le había advertido que no solo estaba reemplazando a una mujer desaparecida, sino que se estaba metiendo en una jaula llena de fieras hambrientas de venganza. Ella no había vuelto a un hogar; había entrado por su propio pie al lugar donde todos deseaban verla morir. Sus ojos buscaron una salida, un rincón oscuro, pero las luces de las arañas de cristal la enfocaban con una crueldad de quirófano. De repente, la presión atmosférica cambió. Lauren no necesitó darse la vuelta para saber que él estaba allí. El vello de su nuca se erizó y un escalofrío le recorrió la columna, recordándole que el miedo tiene un aroma específico. Alexander Rosewood apareció a su lado como una sombra que devora la luz. No la saludó. No hubo un "bienvenida a casa". Solo una presencia abrumadora que olía a sándalo, metal y una furia contenida durante meses. —Si has venido a provocarme, Rebecca, hoy has elegido la noche equivocada para jugar —la voz de Alexander era un susurro helado que le rozó la oreja, enviando una descarga de pánico por su sistema. Antes de que ella pudiera responder, sintió sus dedos cerrándose alrededor de su brazo. No fue un gesto romántico. Fue una presa de hierro. Alexander apretó lo suficiente para que Lauren soltara un gemido ahogado que murió en su garganta. Sus dedos marcaron la piel pálida, reclamando una propiedad que él despreciaba. Lauren sintió la punzada de dolor y, por un instante, se olvidó de que debía ser una mujer fuerte y cínica. Por un instante, solo fue Lauren, una chica aterrorizada buscando aire. Él la obligó a caminar a su lado, sus cuerpos casi rozándose pero separados por un abismo de rencor. Alexander mantenía la mandíbula tan apretada que Lauren temió que sus dientes se quebraran. La estaba exhibiendo, no como a su esposa, sino como a una prisionera de guerra que acababa de ser capturada. Llegaron al centro de la pista y Lauren, impulsada por un resto de dignidad que no sabía que poseía, clavó los pies en el suelo y lo obligó a detenerse. Alexander se giró hacia ella, listo para soltar otra descarga de veneno, pero Lauren cometió un error fatal. Lo miró. Realmente lo miró. En lugar de la mirada desafiante, vacía y calculadora que Rebecca siempre usaba para desarmar a los hombres, Alexander se encontró con unos ojos que temblaban. Unos ojos que buscaban piedad, llenos de una vulnerabilidad tan cruda que parecía una herida abierta. Lauren lo miró como si él fuera la única balsa en un mar de tiburones, con una honestidad que Alexander no reconocía. Él se quedó paralizado. Su agarre en el brazo de ella aflojó apenas un milímetro, pero sus ojos grises se clavaron en los de ella con una intensidad que le quemó la piel. Alexander buscaba a la mujer que lo había traicionado, la que le había robado y humillado, pero en ese segundo infinito, no pudo encontrarla. Algo no encajaba. El ángulo de su cuello, la forma en que su pecho subía y bajaba con una ansiedad genuina, la falta de ese brillo malicioso en sus pupilas... —¿Qué estás haciendo? —preguntó él, su voz perdiendo un poco de su firmeza, reemplazada por una confusión que rápidamente se transformó en una rabia aún más oscura. Detestaba no tener el control. Detestaba que su cuerpo reaccionara a esa mirada de una manera que su mente no permitía. Ella intentó decir algo, pero su garganta estaba seca. No soy ella, quiso gritar. Por favor, mírame de verdad. Pero el peso de la familia Moore y la deuda de sangre se lo impidieron. Alexander recuperó el control de sí mismo antes de que nadie notara su vacilación. Sus facciones se volvieron a endurecer como el granito. Con un movimiento brusco, la atrajo hacia su costado, rodeando su cintura con una fuerza asfixiante. —Sonríe, maldita sea —le ordenó entre dientes—. Mañana podrías estar en la cárcel, pero esta noche vas a ser la perfecta esposa de un Rosewood. Alexander levantó su mano, llamando la atención de los invitados que ya empezaban a acercarse con el morbo brillando en sus ojos. Su voz resonó en el salón, profunda y autoritaria, sin dejar espacio a réplicas. —¡Amigos! —gritó Alexander, mientras sus dedos se hundían en la carne de Lauren, obligándola a mantener la postura—. Parece que mi esposa ha decidido que su pequeño viaje ha terminado. Rebecca ha vuelto a casa para quedarse... y les aseguro que esta noche, no se irá a ningún lado sin mi permiso. Lauren sintió cómo se cerraba la última puerta. Alexander no la estaba recibiendo; la estaba encarcelando frente a mil testigos. Y mientras él la obligaba a girar para saludar a la multitud, ella sintió una mirada clavada en su espalda desde la oscuridad de los ventanales. Malcom Burke, con sus gafas de sol ocultando sus intenciones, la observaba como un lobo que acaba de ver a su presa caer en la trampa de otro. Lauren Moore acababa de morir. Solo quedaba la esposa reemplazada, y su infierno apenas comenzaba a arder.






